martes, diciembre 22

Lucrecia y el senegalés

Lucrecia vuelve a su casa y encuentra en la puerta a un hombre moreno, alto y evidentemente extranjero. Debe ser, piensa, de los que llevan maletines con anillos para vender y eso. Lucrecia vive a dos cuadras de la casa de Leandro, frente a su casa hay un prostíbulo pintado de rojo furioso —sin embargo, creo no haber visto jamás a una mujer saliendo de ahí—, tiene un perro y como trescientos gatos adorables. No pudiendo contener sus ansias de ayudar al prójimo, pregunta con una amplia e ingenua sonrisa:

— Hola, yo vivo acá ¿necesitás algo?
— ¡Muheres!
— ¿Estás buscando a mi mamá?
— No, ¡muheres, muheres!, contesta frenético, con los ojos amarillos desbordando de las órbitas y la mano larga extendida señalando la esquina bordó.
— ¡Ah! (...)
— ¿Cuánto vale?

miércoles, diciembre 16

¿vos sos vidente?

Demasiado temprano en Barracas, o La Boca. Anoche con insomnio y una película malísima — Beauté volée—girando en torno a una adolescente que no sabe quién es su padre, su madre era poeta y está muerta y su padrastro la envió a un descampado de Italia a que hagan su retrato. Vive rodeada de bohemios que tienen esculturas tiradas por doquier —ella andaba descalza todo el tiempo, no se puede estar descalzo y feliz en la naturaleza con piedritas y bichos en el medio— y todo gira en torno a que es virgen y no se sabe con cuál de los personajes tendrá su primera vez. En verdad, todos lo sabemos desde la tercer escena pero como un as (falso) bajo la manga lo destapan en los últimos diez minutos. Está en el top 10 de las peores cosas del año.

Y por eso dormí poco. Y porque los gatos se peleaban en voz alta, se escuchaban sus cuerpecitos golpeando paredes y techos. Pero hoy cuando esperaba el 168 ni me molestó no tener cigarrillos desde ayer a la noche porque estaba todo nublado y además conseguí mi lugar preferido.

El problema es que me bajé en cualquier lado —tampoco sé bien por qué tuve esa fe ciega en el 168— y si bien estaba a 15 cuadras del lugar a donde tenía que ir, decidí tomar un colectivo porque la zona no era quizá la más adecuada como para que ande una criatura tan indefensa y blanda como yo. Además tenía zapatos y dos libros de la biblioteca en la cartera. Temí que si me los robaban no me creerían, eso me pasa por mostrarme emocionada cuando me los dieron. *

Podía elegir entre el 24 y el 70. Nunca había tomado ninguno. Dejé pasar dos 70 porque tenía tiempo y ganas y antipatía con el número. Me subí al 24, que en vez de frenar en la parada lo hizo veinte metros antes.

— Che, ¿vos sos vidente?
— ¿Perdón?
— ¿Sos vidente, vos?
— (...) No.
— Ah, porque vi que levantaste la mano pero como no venías justo estaba pensando 'Ahora cuando el semáforo se ponga en verde sigo de largo y no la levanto, que espere el otro'. Y en ese momento viniste, qué loco.
— ¿Ah, sí?
— Sí. La gente es tan vaga, no quiere caminar. Y eso que son un par de metros, no más. Pasa muy seguido, yo casi no te dejaba subir, qué cosa.
— $1.20, por favor.



Idiota.



*Una vez, luego de recorrer Parque Centenario —creo— muy efusiva y expresando cuánto me gustaba todo lo que veía, Guillermo me recomendó que cambie la táctica. Entonces: Ah, no son feos estos sacapuntas, pero, hm, están rotos. Ahora los dos descansan sobre mi escritorio.

jueves, diciembre 10

una historia real

esta es una historia (casi) real. me la contó leandro, a él se la contó su abuela, ella la tomó de vaya dios a saber dónde. tanto va el cántaro a la fuente que al final lo violan (eso dice leandro) y de tanto repetirla la señora mayor a quien no le agrada que la gente la salude (la abuela) la terminó creyendo y desparramando por la ciudad.

había una mujer en una casa. la mujer se llama mabel y tiene muchos, muchos hijos. a la más pequeña aún la amamanta. sucede entonces que la familia se preocupa porque la niña está cada día más flaca. ah, qué estará pasando, por qué está tan traslúcida y delgadita, dios, qué hemos hecho.

entonces, un día, la luz:

la madre descubre que no amamantaba a su bebé, sino a una serpiente. y la bebé le chupa la cola a la serpiente y a duras penas consigue algo de leche. cosa seria, dios, pensó el padre, que estaba por ahí, quizá sentado en un cajón de frutas. tengo que hacer algo, cómo voy a permitir que este bicho horrible le chupe las tetas a mi mujer y deje a mi hija desnutrida.

entonces, el valiente esposo sacó un hacha. es harto común, o lo era en esa época, tener algunas desparramadas por el hogar. con uno, dos, tres, muchos golpes precisos y eufóricos trozó a la serpiente. y la leche comenzó a brotar de su cuerpo triturado.


leandro y mónica (su mamá) escuchan incrédulos. pero por favor, abuela, cómo va a ser cierto eso, además tan tarada iba a ser la mujer que no se da cuenta de la serpiente. pero ustedes dos, qué ofensivos, no era tarada, distraída capaz.

sábado, diciembre 5

heterogeneo

el sueño era muy largo, con retrospecciones complicadas de seguir, lagunas temporales y muy táctil. había una barbie con un vestido lila y plateado en una banqueta en la casa de mi abuela, que no era su casa. yo quería llevármela porque recientemente había encontrado unas cosas de polly pocket. no sé si al final me la prestaban o no, porque era de mi prima.

una fábrica rodeada de árboles. tiene una de esas maquinitas donde pones una ficha y poder mirar hacia largas distancias, sólo que estaba rota y los ojos de la máquina apuntaban al piso. pasto por todos lados, gente sí pero muy poca y todos concentrados en la puerta de la fábrica. una calle transversal pequeña y el mar.

al final estilo arco-iris una playa fantástica, con la arena fina y tibia, doradísima, uno le pasa la mano por encima apenas y hace ruido; y, además, el agua que es a veces verde a veces celeste, límpida, no ya con toda la basura encima ni del color marrón horrendo. todo exactamente así, los ojos alucinados apenas pueden captarlo. comienza a subir la marea, a subirsubirsubir y en verdad no quiero irme y subesubesube y cuando veo pasar delante mío (ya tenía la ropa íntegramente mojada y creía haber perdido una sandalia) un paquete vacío de cualquier cosa, admito que es tiempo de regresar. vuelvo, de todos modos, dos o tres veces. pero la playa, la otra, ya no está.

no sé qué hacer y tomo el colectivo, el 85 va por un lugar extraño. pasa por la sede de avellaneda del cbc y por lugares curiosos. somos menos de cinco pasajeros. yo sé, ellos saben, los otros también, que debíamos bajar en la parada anterior y no lo hicimos y mientras tanto mirábamos al suelo como buscando un lugar donde escondernos para que el chofer no se dé cuenta pero al fin y al cabo, él también lo sabía.

y suben dos mujeres y me miran mal y discutimos y yo siento que me duele la cabeza y ya no tengo ganas de hablar y lo único que se me ocurre para cortar con el debate que siquiera puedo seguir es decirles que tienen linda ropa, se quedan conformes y sonríen plácidamente. estúpidas. pero yo me despierto y la cabeza me sigue doliendo horrores.

lunes, noviembre 30

algo está pasando


no quiero ser alarmista, ni iniciar una revuelta social —el sábado, si de honestidad se trata, quise viajar en avión y pararme en corrientes y nueve de julio jugando a ser una oradora, todo por culpa de un chico que estaba tirado en el pasto mirando el cielo y un vestido de quince años rosa chicle, estrepitosamente horrendo. y los carteles luminosos e imbéciles, poder-estilo/poder-vestirlo-con-estilo al auto horrible, la capucha sucia y el codo izquierdo flexionado sobre la frente, no es para menos. además los bocinazos iban a tapar mi discurso improvisado y no llevaba los documentos,

no quiero cultivar un pánico incontrolable ni deshacerme en exageraciones, pero es cierto que sucede algo a lo que asistimos, casi íntegramente, pasándolo desapercibido como se hojea una cosmopolitan. vi una paloma aplastada contra una de esas baldozas con canaletas, plana como un papel —papel reciclado con varias capas, engrudo y plumas. un perro acodado al lado de un árbol, en la esquina de Directorio —o cualquier otra avenida— con los ojos de bolita de patio de escuela abiertos y fijos —como el retrato de jesús que tiene mi abuela en su living y me llena de un terror incontrolable porque cosifica, y uno no tiene dónde esconderse porque la mirada (aún debajo de la mesa) está en todas partes, es incluso la habitación entera—, un corte horizontal en el estómago y una mezcla antipática de órganos impúdicamente expuestos, las orejas erguidas oyendo los suspiros de asco y las exclamaciones cortadas de raíz. todo eso.

el sábado los patos se atacaban y alejaban a las palomas con sonidos guturales y aleteos frenéticos, se tiraban uno encima del otro con los picos largos, por primera vez vi sus patas y eran terribles, gelatina de carne con puntos infinitos de un color que se opaca cuando se apoyan con más presión. leandro vio que pisaban a un gato, me lo contó hoy sin darle importancia, enseguida se puso a hablar o de listas frías de llamadas telefónicas (se le puede decir guía y punto, vamos) o de cinta de pegar.


los animales se murieron siempre pero nunca tan así, en el medio de la calle, estorbando a los peatones, sin reparar en los buenos modales. siempre está, claro, el basurero que de noche recoge al perrito y lo tira sin más, de la paloma puedo decir que permaneció un lapso mayor, quizá sigue ahí en este momento.

pero está, por sobre todo, el conejo rojo de plástico que supera en varios centímetros mi altura —aunque yo no sea buen parámetro— y esperaba parado todas las mañanas y todos los mediodías con el brillo de su piel ficticia y nada mullida. después terminó en el piso, recostado, y no fue por decisión propia. se lo comenzó a comer la chatarra y ahora sólo quedan las sillas destartaladas, los cajones, las chapas. y, al lado, el desarmadero de autos.

pero algo está pasando, de veras.


(también sucede que mallarmé es, uf:

sens-tu le paradis farouche
ainsi qu'un rire enseveli
se couler du coin de ta bouche

au fond de l'unanime pli
!)

lunes, noviembre 23

boletos



me gustan mucho los boletos de colectivo de colores








(no comprendo en absoluto la necesidad de hacerlos monocromáticos, rectos, sin dibujos, insulsos, aburridos, dignos de ser tirados al primer tacho de basura que se visualice a la hora de bajar)







(en verdad no me parece acertado el formato actual. ni un poco.)

miércoles, noviembre 18

señoras raras

llego al bar con muchísimo calor. pienso si pedir café o agua tónica cuando el mozo interrumpe el hilo de mis ideas. me pregunta con tono de yasédeantemano si voy a pedir lo que pido siempre y, aún sin haberme decidido por completo, elijo agua tónica. por llevarle la contra, no más.

llega una pareja de cincuentones que ya vi otras veces pero me aburren, así que intento leer. al rato, aparece otra que no conocía. él habla muy bajo, casi sorbiendo las palabras. tiene una camisa a rayas verde musgo y marrón claro, un reloj con maya azul y roja y una horrible pulsera plateada. bastante sobrio y nada calvo.

ella lleva el pelo platinado, gafas enormes, zapatos de taco alto, una pollera negra y está bronceada pero sin delineador. al entrar, se mira con la otra señora, un cruce de un segundo. como se estaba yendo no pasó a mayores. lástima.

me pregunta si hará frío afuera. le digo que en verdad sólo hay viento, pero en cualquier momento comienza a anochecer y será terrible. lo comprueba por sí misma y regresa a re-confirmarme que estaba en lo cierto. bien. deja la cartera plateada sobre la mesa, pide un batido de frutillas. él, sprite. sólo tenemos zero, puede ser, sí, claro.

siempre en ese lugar hay gente de más de cincuenta años, poca y todos hablan de lo mismo. siempre charlas que denotan primeras, segundas, quintas a lo sumo citas. salvo los que nombré al principio.

yo no idealicé: vi tu corazón que es lo que me interesa en un ser humano. mi suegro es como el padre que nunca tuve. ¿qué pasó con tu papá? lo veo a veces, en las fiestas. mi suegro. la mujer era muy mandona, Juan le decía a todo que sí. las cosas cambiaron cuando llegué yo a esa casa. etc. no estoy preparado dice él y entonces ella, deberías reencontrarte con tu esencia.

vaya.

y, en seguida, contame, si no te da vergüenza, no sé, si querés, qué hacías con ella en el hidromasaje.


es demasiado y entonces vuelvo a barthes. pero al rato me aburro, veo que se está nublando y me siento en la escalera. ahora el río está mucho más crecido que de costumbre. es mejor mirar los escalones que el horizonte porque el agua choca y lo malo es que haya tantas cosas tiradas, entre ellas un sachet de leche inflado que se mantiene erguido. harto fálico. también hay papeles brillantes como de alfajor que me molestan una infinidad. cuando ya el agua me salpica los pies con frecuencia, decido irme.

yendo a la parada del colectivo veo venir a una señora que parece bastante vieja con pantalones amarillos, remera roja, zapatillas al tono, mucho más limpias que ella. tiene el pelo blanquísimo adelante y negro atrás, y una bolsa en la mano. frena, deja la bolsa, revisa, revisa, revisa. saca pegamento y lo inhala.

y todas las anotaciones las hice sobre un folleto del PO


pd. y emanuel cree que un libro de unamuno puede muy bien considerarse como un kamasutra. pero sin dibujos, con letras y con una única postura erguida.

sábado, noviembre 14

sábado

soñé que estaba sentada con lucrecia alrededor de una mesa circular, en la casa de leandro. él iba y venía, la tele encendida desparramaba voces que no tenían ni un poco de nuestra atención. leandro se acerca con un mantel en la mano, para que pueda extenderlo sobre la mesa sin chocarse con ningún estorbo, corro la silla para atrás y me despierto.

son las 5.27am, me había acostado sobre el acolchado porque tenía calor. ahora está algo más fresco y el cielo un poco rosa. me parece bastante estúpido. pienso en que no pude encontrar eso otro de 'me resulto bastante simpático'. es temprano y es molesto. tomo los cuentos completos de onetti, abro una página al azar.


la mucama golpeó la puerta y él vio colgar el sobre de las tablillas de la persiana, comenzó a percibir cómo destilaba en la penumbra, en el aire sucio, su condición nociva, su vibrátil amenaza. lo estuvo mirando desde la cama como a un insecto, como a un animal venenoso que se aplastara ala espera del descuido, del error propicio.
en la tercera fotografía ella estaba sola, empujando con su blancura las sombras de una habitación mal iluminada, con la cabeza dolorosamente echada hacia atrás, hacia la cámara, cubiertos a medias los hombros por el negro pelo suelto, robusta y cuadrúpera. tan inconfundible ahora como si se hubiera hecho fotografía en cualquier estudio y hubiera posado con la más tierna, significativa y oblicua de sus sonrisas.

tuve que volver al principio y releerlo de nuevo. así, lo mismo con otros dos. después conté números rojos y me quedé dormida antes de llegar a sesenta, pero ya habían pasado de largo las 6.20am. entonces fue de nuevo, ahora el cumpleaños de eva o de mariana, la reunión en una casa en otra provincia, todos se van a algún sitio y yo debo quedarme y lo hago gustosa.

cuando abro la puerta -por algún motivo que desconozco- está sentada del lado de afuera una chica con el pelo lacio y los ojos grandes. nos miramos desafiantes, o asustadas. y tenemos una conversación algo incoherente porque uno no puede escrutarse tanto tiempo sin decir nada, y la charla estúpida giró sobre esto. yo le decía que no tenía derecho a mirarme tan fijo porque era incómodo, menos estando sentada en la puerta de la casa de una persona a quien ella no conoce y por favor retirate. pero en frente el hospital alcanza a decir o cualquier otra cosa y me aburro y en una toma de posición netamente maleducada le cierro la puerta adelante de los ojos innecesariamente grandes.

volví a entrar y ahora en una habitación que era parecida a la mia pero que no era había un señor viejo con cara de imbécil y las mejillas coloradas de sol o de cerveza. le digo que se vaya, y lo empujo en la espalda con mis manos. claro, cuando duermo tampoco tengo fuerza. no resulta.

aparece mi abuela y le pregunto quién es. me dice que viene a buscar algo. señor, qué busca, váyase, salga de mi habitación, qué busca, y nada, era tedioso que siga caminando, cuando intentó abrir el placard lo empuje de nuevo y ahora al menos se dignó a contestarme que estaba buscando una carta documento. no sabía a qué se refería pero con mi mayor tono de neutralidad afirmé que jamás la podría conseguir.

o se aburrió o la encontró y se fue, el tema es que llegaron todos para el cumpleaños y las mujeres debíamos aprontarnos pues finalmente salíamos. mientras todas se maquillaban y peinaban no pude evitar ir al patio. había tres hamacas, tres personas, dos afuera. era simétrico, casi no había estrellas, no llevaba zapatos, el pasto estaba fresco, mi mamá golpea la puerta y me avisa que ya es hora, si vamos a ir al centro, y me acuerdo de que, claro, hoy es sábado y entonces nada.

al menos está nublado.

domingo, noviembre 8

domingo

Después de caminar sin dirección ni sentido aparente vuelvo al principio y entro a Carrefour a comprar. Justo al llegar al quiosco veo que la chica que atiende sale con un termo en la mano y una mujer de unos cincuenta años, el pelo teñido de amarillo chillón, pantalones negros y remera turquesa se acerca al lado de las maquinitas expendedoras de peluches.

The lights came on fast
- ¿Sabés si tardará mucho?
- Ni idea
Lost in motorcrash
- ¿Habrá ido a comer?
Gone in a flash unreal
- Llevaba un termo
- Porque necesitaba cambiar un billete de dos pesos por monedas. Estaba jugando a las expendedoras de allá y me gané un reloj, y quería seguir jugando.

Voltea y camina, pasa la juguetería de largo y se detiene en la veterinaria.

But you know all along, you laugh the light, I sing the songs to watch you numb.
- ¿Vos no tendrías dos monedas para cambiarme, no?
- No. Pero hay muchas cajeras que no están atendiendo ahora, ellas deben tener.
- Tenés razón. Gracias

I saw you there, you were on your way
- Justo no tenía y le fueron a buscar a ella también. Cuánto tarda, ¿no?
- Sí
You held the rain and for first time heaven seemed insane
- ¿Vos venís a comprar cigarrillos?
Cause heaven is to blame for taking you away
- Sí
- Un vicio malo, ese
- Como todos, un vicio
- ¿Tenes hijos?
- No
- ¿Estás casada?
- No. ¿Usted?
Do you know the way that I can? do you know the way I can't lose?
- No, estoy en pareja pero no tengo hijos, no puedo tener aunque podría adoptar
- Es una opción, es cierto
- Sí, pero para eso mi pareja debería ser estable
You laugh the light, I cry the wound in gray afternoons
- Estamos juntos hace veinticinco años. Vos sos muy jovencita. Diez saliendo y quince de convivencia. Pero él es así, muy rebelde.
- Ah, mucho tiempo.
The lights came to pass, dead opera motorcrash gone in a flash unreal in nitrous overcast
- Y yo soy muy rebelde también, y así no podemos adoptar.
- Hay cosas que se pueden modificar si se pone voluntad.
Do you know the way that I can't choose?
- Decime, ¿cómo hago para cambiarlo? ¿qué tengo que hacer?
Do you know the things that I can?
- Supongo que el cambio debe surgir de uno, no imponerse.
- Encima está allá, en el bar. Me mata si se entera que te estoy hablando de esto...
Do you know the things I can't lose?
- Ahí pasó la chica con las monedas
- Gracias

Finalmente, las consigue. Se da vuelta y me saluda con la mano. Llega la chica del quiosco, con el termo ahora lleno o ni siquiera eso. Ya con los cigarrillos en la mano, salgo y camino por la vereda de los árboles. Piso unas moras y me mancho las sandalias.

sábado, noviembre 7

16/12/xx

la noche cae estrepitosa sobre el piso siete
de la calle uruguay, justo entre el marco de la puerta y el escritorio de madera donde se apilan bolsas de supermercado, repasadores y un juego de llaves.

clara, de pie, mira fijo a la ventana. la ventana, estática, le responde con su propia imagen, un poco traslúcida, tal vez menos triste, pero en fin ella, los pantalones beige de lino, camisa blanca sin planchar y medias cenicientas de tanto andar descalza barriendo con los pies.

clara mira la ventana pero no la ve ni sabe de su reflejo, tampoco alcanza a observar los edificios, todos iguales, al cruzar la calle. ni las copas de los árboles, semáforos, antenas que salen de las azoteas como plantas, todas iguales, casi todo siempre lo mismo variaciones apenas reproducciones infinitas y entonces-

el viento zamarrea las cortinas que responden al estímulo, ruptura del orden consolidado que obligan a clara a salir de la inmovilidad. pero penas baja la vista, observa las manos más bien pequeñas.

-y entonces se descubre quieta y absorta, como un minuto, tres, cuarenta y seis atrás, pero de cómo está ahora ni una idea aproximada ni pálida. nada. en la boca, sí, en la boca un gusto dulce de manzana acaramelada, separa los labios para apreciarlo mejor pero vacila al creer que podría escurrirse entre la comisura y comisura. es mejor estar quieta.

los bordes de las cortinas se pliegan sobre sí mismos, alcanzan el pie de clara que lo recibe como una ola que rompe y se acerca con suavidad a la orilla para luego de un salto dar la vuelta y volver a confundirse en la masa homogénea y anónima.

el pie queda, ay, mojado, con vestigios de yodo y bruma. se camufla entre la arena y los caparazones rotos, jugando a la indiferencia hasta que entonces, claro, el frío desconcentra y, vaya, al final no era más que el parquet.
suena el timbre.

martes, octubre 13

avioncito


Leía plácidamente —o no tanto—a Barthes en el jardín, cuando un sonido extraño me obligo —como si me costase tanto, bah— a desviar mi atención del magnánimo texto. Era un simpático aeroplano que repetía de modo monótono, con acento cada vez más grave, no una publicidad, no el anuncio de una nueva carnicería, no cualquier cosa que sea común o más o menos típica que repita algo de sus características. No. Anunciaba que se perdió un caniche toy blanco, que recompensarán a quien lo encuentre y a continuación pasaban un número de teléfono. ¡Viva la pluralidad de los medios de expresión!

miércoles, septiembre 23

colgada

soñé que tenía que tomar un colectivo para ir a otra provincia, subo al 278 pero a mitad de camino descubro que me equivoqué. bajo en un lugar tétrico de Lanus —lugar que probablemente no exista—, enciendo un cigarrillo, el último, y un nene chiquito me pide uno. le explico la situación pero insiste, cada vez más violento. una mujer sale de una galería, me acerco a ella y pregunto dónde puedo conseguir un teléfono pues debo llamar a mi madre para explicarle que me confundí de colectivo, que no se volver y que estoy llegando tarde. el nene, amenazante, se ofrece a llevarme. no sé cómo negarme y me salva el despertador.

relato a madre lo sucedido. madre ríe divertida. voy a la facultad.

11am, cruzo a tomarme el 22 para ir al centro. ya en la parada recuerdo que debo hacer un depósito, el banco está a unos metros no más. una mujer muy atenta me explica el tramiterío que era más fácil de lo que pude haber supuesto jamás. salgo y camino una, dos, tres cuadras. maldigo que esta línea tenga tantos ramales, pasan cinco, siete colectivos y, al fin, el que debo tomar.

subo. siempre a esta hora hay lugar, hoy no. tengo que llamar a mi madre para avisarle que estoy yendo para allá. entonces ahora es claro. estúpidamente claro.

— Hola, mami. Acabo de hacer algo torpe.
— ¿Qué pasó?
— Estoy en el 148. Lo peor es que estuve en la parada del 22, pero cuando salí del banco lo olvidé por completo. Esperame que bajo en 12 de Octubre y tomo el 278.


Absurdamente estúpida, ni que lo digan. Mi mamá me pidió que, ante la duda, por favor intente excluirla de mi actividad onírica.

martes, septiembre 22

ok

agustina sube al micro.
agustina nota al instante que olvidó pasar a la cartera las cosas esenciales para el viaje de más de 14hs (libro, cuaderno, mp3) que descansan ahora, tranquilas, en el fondo del bolso. y así se quedarán hasta llegar a buenos aires.
agustina piensa que el mp3 y el cuaderno se pueden evitar, pero el libro, el libro, el libro; y se queda dormida.
agustina despierta pocas horas después y dice:
— no, no, no. me rehúso a que mis sueños sean tan fáciles. soñé que estábamos acá, en el micro, y alguien revisaba una cartera mía, que no era esta, y aparecía el libro. qué fácil, no puede ser, qué facil.
agustina lamenta el simplismo de su aventura onírica y no vuelve a dormir.
agustina está algo disfónica.
agustina mira el reloj todavía faltan como ocho horas y uf.
(lapsus)
agustina mira el reloj no falta nada diez minutos al fin.
agustina recoge sus cosas: la cartera. y la bolsa, que estaba debajo del asiento. la bolsa, que no había perdido de vista durante todo el viaje, que acomodó tres o cinco veces. la bolsa, que abre ahora, a ocho minutos antes de bajar, sólo porque no, porque no puede, no debe ser posible.

sí, claro. el libro había estado ahí todo el tiempo.





y también yo soy de cerca sombrío y apagado
una bruma que viene a oscurecer faroles
una mano que de pronto te tapa los ojos
una bóveda entre vosotros y todas las luces
y me alejaré iluminándome en medio de las sombras
y de hileras de ojos de astros muy queridos

jueves, septiembre 10

oneiric adventures

sentada en el colectivo del lado del pasillo (cosa que jamás sucederá en la vida real mientras el asiento del lado de la ventana esté libre), veo subir a un señor de traje gris algo sucio, se sienta a mi lado, revuelve unos instantes los bolsillos enormes, saca un atado de cigarrillos, abre la ventana y lo enciende. fuma, como si fuese lo más normal del mundo, y no puedo decirle nada porque en verdad no me molesta el humo y ahora que lo pienso también yo tendría ganas de fumar pero desisto e intento distraerme mirándome las manos. entonces me doy cuenta que debería pintarme nuevamente las uñas porque se me saltó un poco el esmalte. fin.


lunes, septiembre 7

¡ah!

ana-laura-bouchie también tiene figuras parecidas a mis sacapuntas. no sólo eso, sino que cedió a mi pedido y fotografió una de ellas que es requete preciosa:



yo quiero tener muchas figuras así. muchas.

no es sólo culpa de mi endeble atención

el que no haya podido reparar en las palabras de norberto con el esmero que merece una primer clase de economía marxista. sus anteojos para ver de lejos reflejaban los tubos de luz blanca del aula pero multiplicados y encima, ¡ay, encima con colores vivos! bah, sólo un color en diversas gamas: el verde manzana de su chomba que tenía, como si fuese poco, un simpático cacto arriba a la izquierda. yo lo miraba y veía ojos, pestañas, vidrios, párpados, cejas, piel, mil luces verdes apareciendo y desapareciendo, rotando posiciones de acuerdo a la posición de su cabeza. y así, aunque yo quiera, es complicado fijar la atención.


sólo eso. lo de los ojos se sumó a que mucho más tarde se habló del aura que cae en una esquina y es pisada por un carruaje. el todo me hizo acordar a otra cosa en un papel de renglones cortos, apuntes no sé de qué idea que ya olvidé (una servilleta doblada en cuatro):

se estremecen las cadenas
¿se oirá desde allá?
— allá, digamos: lejos, del otro lado—
suena como hierro frío
¿franquear el mediterraneo a nado,
quizá? ¿viajar en barcos de papel?
¿sorber el océano de un trago,
disimulando un poco, aunque no sirva?
vamos
¿verdad que es simple y bueno,
que basta con dejarse ir
de palabra a frases,
con pequeños brincos enérgicos
coincidir en el aire, regresar al suelo
y ver que todo sigue como antes
al no meditarlo, al saltar nada más?
porque habita lejos pero su ser él
precede al ser habitante
pero desde antes, sus ojos-
basta con eso
y las raíces cuadradas de números negativos
las justificaciones
(ni intermediarios, ni remitentes,
aunque tenga la ventaja de las pestañas
y la remera linda de pijama)
porque se puede leer de costado
o bien
etc.

martes, septiembre 1

¡ah!

también en un momento aparecía una de mis archi enemigas oníricas, hablábamos de un hamster. ella decía que servía, porque, ay, claro que servía para algo que yo ahora no recuerdo y tenía razón. pero, vamos, sí, es verdad, admití porque en mis sueños no siempre quiero discutir violentamente, es verdad querida pero ¿y eso qué?, no, no, que también los grandes pájaros cuando toman a los hamsters lo hacen de un modo especial, poniendo sus patas en cruz, no se puede agarrarlos de cualquier manera porque mueren, por eso, claro, le digo ya menos paciente, pero te das cuenta, verdad, qué tiene eso que ver explicametelopido, me decís de la función de un halcón y yo quiero saber qué otra función tiene el hamster. pero ella no, no decía nada porque no tenía ninguna otra ese animalito que defendía sin saber por qué molestaba tanto tener que escucharla por suerte después un pájaro enorme hizo ruido a diario enrollado golpeando contra superficie de cartón alcé la vista me acordé de muchas palomas que había visto -en la vida realrealreal- en un cable, abajo de la lluvia, el gran pájaro era diferente primero me acordé después viró y me dio asco imaginar que podía venir en esta dirección entonces me dejó de interesar debatir y ahí fue cuando corrí y me encontré a las chicas desconocidas que hablaban desconocidamente sobre el recital de los charros, esa noche, en club xxi.

soñé que soñaba que

iba al parque de la cervecería con mis amigas y eramos invitadas a club xxi a ver a los charros. ese mismo día iba al parque de la cervecería y encontraba un gato idéntico al mío sólo que tenía las orejas inmensamente grandes, muy, muy grandes. yo lo perseguía hasta llegar a una zona donde la gente estaba haciendo algo como un pic nic y escuchaba que unas desconocidas hablaban sobre que esa noche tocaban los charros en club xxi. quise encontrar a alguien a quien poder contarle pero el lugar estaba lleno de personas a quienes no deseaba saludar. había un sitio enorme con baños mixtos y todos ellos estaban clausurados. volví por donde vine y encontré un perro parecido al mío que gruño enojado y comenzó a seguirme. encontré a mis padres, les conté que había soñado que iba al parque de la cervecería con mis amigas y, ay, me había encontrado a mis amigas hacía unos minutos. también tenía que irme a otro país, con urgente urgencia, aunque no sabía por qué pero tenía los pasajes y el hospedaje pago. no, me decía mi mamá, no, no tenes el pasaporte. entonces iba mi hermano emanuel por mí. y yo me enojaba y era como que me dividía en dos pero eso no sé como explicarlo. me quedé pensando en el gato.

sábado, agosto 22

algo curioso

una mujer alta, altísima, raquítica, pelirroja, el pelo terminándose antes del comienzo de los hombros, los ojos turqueza, sin arrugas pero infinitamente vieja, la piel de cerámica, entre las manos un libro de tapa negra y letras rojas, sostenido con la mano izquierda a la altura de su pecho.


el viernes estaba repasando en mi librería-cafetería preferida donde tengo mucha luz y te dejan fumar adentro. entre nietzsche y kierkegaard aparece una mujer alta, altísima,
pelirroja, el pelo terminándose antes del comienzo de los hombros, los ojos turqueza, sin arrugas pero infinitamente vieja, la piel de cerámica, entre las manos un libro de tapa blanca, una edición bastante nueva. se olfatea con insistencia el antebrazo. pide una copa de vino blanco. después otra. apura cigarrillos, uno, tres, cinco, el cenicero se llena a una velocidad infernal. ¿tomaste sol?, no, ah, porque estás colorado, debe ser que acá adentro hace calor, contesta el librero mientras ella sigue mirando fijo el diario, pasando las páginas sin verlas, sin leer nada, la atención saltando al ritmo de sus dedos largos que bailar en el borde de la mesa. los negros no se ponen colorados, sí, dice él, ¿nunca viste a un morocho después de jugar al fútbol?, no, no, yo jamás me puse roja por el sol y eso que no soy blanca —y dice la verdad pero a medias, la piel es aceitunada, con un brillo que se quedó congelado a la altura de los pómulos— pero era bailarina de danzas clásicas y te aseguro que transpiraba como un hombre. más que un hombre. ahora se saca la campera cárabe y la charla se interrumpe por la llegada de otro cliente. el teléfono suena dos, tres, siete veces. ¿cómo que no tengo pianista?, ¿cómo puede ser?, la gente entra y sale en un cortejo uniforme, ella está inmutable en su asiento. yo ya terminé con nietzsche, me apuro a salir para aprovechar el último rato de sol y leer un rato más en la plaza.

martes, agosto 18

cocodrilos, lluvia, etc.

salgo de mi casa —en la cual, en la vida real, dejé de vivir hace dos años— dispuesta a franquear las siete cuadras que me separan del hogar de mis abuelos. a mitad de camino, lluvia a baldazos y nubes que se van conglomerando, llegan de cualquier sitio y se apiñan justo ahí, chupando la luz. a los instantes todo es agua y oscuridad, las calles se inundan rápido, estoy en pantalones cortos y sandalias y encima el idiota del vecino dejó los paquetes enormes de comida para su mascota apoyados en el medio —serán unos cien, apilados en la acera. comida para cocodrilos con envoltorio rosado. porque tiene un cocodrilo de mascota. sí— me hacen tropezar, caigo de espaldas sobre uno de ellos, me duele, me quejo y sigo.

ahora el hospital, venimos a ver a no sé quién, pero el médico dice que soy yo quien debe pasar a hacerme un control, aunque debo dejar mi cuadernito afuera. accedo de mala gana. el corredor es largo, algo como una presencia que se evapora al momento en que volteo. pienso en droopy. detestable. al final, no era más que mi ex profesora de literatura.

terminan de tomarme la presión. una galería estrecha y larga sobre el río, un nene chiquito vende un ramos de flores a $25. compro, al tenerlas entre las manos descubro que no eran reales, exijo el reintegro de mi dinero. no acepta. ríe fuerte y estridente. se esconde. la galería es un pasillo, abro puertas al azar y en una está martin en una cama inmensa con otros varones charlando de que no hay mejor lugar para hablar que el colchón. cierro, sigo.

una mujer alta, altísima, raquítica, pelirroja, el pelo terminándose antes del comienzo de los hombros, los ojos turqueza, sin arrugas pero infinitamente vieja, la piel de cerámica, entre las manos un libro de tapa negra y letras rojas, sostenido con la mano izquierda a la altura de su pecho.

no hace nada pero mira, intento ver qué lee mientras sigo abriendo puertas. suena el despertador, insistente. y la espalda, claro, no me dejó de doler ni un poco.

martes, agosto 11

sacapuntas

me los regaló un señor el sábado, en la plaza de corrientes y dorrego. uno es un teléfono, el otro un tanque de guerra, o algo así. son lindos y están accidentados —romántico y apocalíptico, erótico y sublime, como el idealismo alemán, al menos eso leí en algún lado y se ve que me resultó agradable porque lo estoy repitiendo mentalmente a cada rato—, lástima que cuando llegué ya estaban cerrando la mayoría de los puestos y me quedé sin ver un montón de cosas.












martes, agosto 4

mi obsesivo aprecio por la limpieza se deslizó al ver ese cuartito chiquito, lleno de libros viejos, casettes y vinilos desparramados por el piso, robándose el lugar entre los maltrechos estantes. enchastrarse las manos se justifica en situaciones así.
después siempre está el jabón y la cinta de scotch para arreglar la tapa en mal estado.

tuve el sueño más angustiante de la historia onírica.
tanto que siquiera puedo intentar teclearlo.

martes, julio 28



(conste que este video se quedará aquí —en primerísimo lugar— por las arqueadas pestañas de rita)
(y en segundísimo, porque la música es harto bonita. ¿verdad?)

lunes, julio 13

la señora del café

Una figura arborescente, el cuerpo de tronco descansando inquieto sobre la silla, los brazos de ramas raquíticas cayendo sobre el borde de la mesa con los dedos largos entretenidos en el destrozo de una servilleta ennegrecida por tanto manoseo.

La cabeza está cubierta por un pañuelo olivo con arabescos en tonos ocre, sobre los párpados repletos de pliegues caben noches enteras sin dormir que le bajan por la mejilla hasta la comisura de los labios pintados a los apurones.

Charla con el señor del pelo largo ceniciento que le dice carlitos al tostado, ella para hacer más ameno el amague de despedida que se asoma cuando él se ajusta la bufanda le explica que acá el café cortado con apenas de leche se llama lágrima —"me lo contó mi hija, me dijo: mamá, tan bruta no podes ser, se dice lágrima"— y deja flamear su brazo deslucido en el aire para llamar a la camarera, que se acerca risueña con la bandeja apoyada en las rodillas. La cuenta, por favor.

El señor se va, ella se queda apurando el último cigarrillo de un atado de veinte. Vaga en el asiento con la espalda, los ojos y la expresión ya usada de agitar la mano con desgano para pedir otra cerveza. Es necesario cambiar algo el repertorio, abrir la cartera, sacar el celular. Marcar y cortar varias veces, como si la repetición llenase un poco todo este absurdo, esta cantidad de maquillaje desparramado entre aros, collares largos y el chal cubriendo la nuca.

"Hola, ¿cómo estás?, te tengo que pedir disculpas, lo sé. No necesito que hagas nada por mí, sólo preciso la receta. Hablá con el doctor, pedísela. No puedo más, tuve que dejar los otros medicamentos porque no veía ninguna mejora, me hacían peor. Los necesito. Estoy haciendo la dieta, alimentándome bien pero eso no basta para sacar toda esta grasa. Anfetaminas se llaman. Cualquier cosa que tenga anfetaminas. Yo... yo te pido disculpas. No te preocupes, el tratamiento va a estar seguido por un doctor, voy a ir dos veces a la semana. En serio. No me pueden hacer esto. Por favor, ayudame a conseguirlas. Cuando sepas algo llamame."

La cabeza se mantenía erguida, la mirada fija en un punto de cualquier sitio bastante más alejado de las puertas del bar. El cenicero repleto se corona con otro cigarrillo ofrecido por la camarera, el vaso de cerveza transpira, vacío, junto al encendedor. La cuenta, por favor.


martes, julio 7

dos puntos:


Tutti Frutti, Letra J

Agustina — ...Jump, Jean Cocteau, jalea...
Leandro — ... Jodido, joder, Jacinta...
Agustina — ¿Qué pusiste en Ítems del living?
Leandro — Nada, pero estuve muy tentado de poner paragüitas
Agustina — Ay, a mí también se me cruzó eso. Lo relacioné con la J por la diéresis. No sé. Paragüitas, güi, J.
Leandro — No, yo por la forma. Fijate, la J tiene forma de paraguas.


lunes, julio 6

Reflexiones de jardín



Mientras estábamos sentados en su patio admirando la naturaleza, embebiéndonos de ella entre diluidas bocanadas de nubes humeantes, Leandro me confesó que de chico se pasaba horas y horas buscando tréboles de cuatro hojas pero que, aún así, nunca dio con uno.

Tímidos, llegamos a creer que quizá era sólo un mito urbano como lo de los stickers con lsd, aunque nos retractamos de inmediato. Era inútil desoír a la verdad que clamaba con furia sólo porque no encontrábamos una respuesta convincente. Así que decidimos aventurarnos en el maravilloso viaje de las hipótesis sin fundamento científico.

Ambos acordamos que las cuatro hojas debían ser producto de una mutación genética. Leandro sostenía, en su pose anti-lamarckiana, que dicha mutación no era transferible de generación en generación y por eso había tan pocos. Yo, envainada en mi relativismo satinado, argumenté que no había modo de negar que sea transferible, al menos en algunos casos, y que el alelo de las cuatro hojas oloquesea debía de ser recesivo.

Y no, no llegamos a ninguna conclusión ni teníamos intención de hacerlo.

viernes, junio 26

¿verdad que es curioso

que la palabra alemana que designa al rechazo, verwerfung, sea altamente repulsiva?

le pongo colores casi pastel para que no sea tan dañino a la vista el leerla.

martes, junio 23

sugar


tenía una gran reflexión sobre el azúcar, el edulcorante y el por qué este último es infinitamente mejor para endulzar infusiones, pero quedó trabada entre una pila de papel. buscarla sería aún más arriesgado que amagar con darle forma otra vez, así que ahí vamos.

el universo tiende a la entropía, irremediablemente, por ser un sistema cerrado. nosotros somos sistemas abiertos que pegamos patadas contra los rayitos entrópicos para mantener un orden y continuar con vida, o algo que se le asemeje. el azúcar es sólida, el edulcorante* es líquido
y por lo tanto posee un mayor grado de entropía ya que las moléculas están en mayor movimiento, lo que implica más energía cinética.

preferir el azúcar sólida es la negación a extenderse plácidamente sobre el destino, desafío nulo o subversión que bien puede considerarse absurda —¿quedan dudas al respecto de que lo es?— pero desborda funcionalidad. estoy a favor de mantener mi cuarto ordenado y tener las lapiceras en la cartuchera todas acomodadas con el capuchón hacia el mismo lado, pero abrirle los brazos al desorden optando por tres gotas de edulcorante en vez de una cucharada de ese granulado desagradable está dotado de tal fuerza vital que resulta irresistible. además, vamos: estamos hablando de café —ponele—, ¿para qué involucrar a un sólido en un asunto que no le compete? seamos realistas. y prácticos.
aunque la verdad es que prefiero el edulcorante porque puedo dosificarlo mejor para que las cosas no queden tan dulces. el único caso en el cual podría aceptar la supremasía del azúcar —sólida— sobre el edulcorante, es cuando viene en cubos. y esto sólo cabe si nos remitimos al sentido puramente estético, aislando lo funcional. ya que los cubos son bellos, también lo es la palabra, incluso sugarcube suena adorable.



además tengo un screensaver que emula la lluvia. con sonido y todo.

es insuperable, créanme.

*supongo que queda claro que cuando hablamos de ese que dan en los bares, por ejemplo, que también es sólido, inmediatamente deja de tener sentido lo anterior. en ese caso, se lo puede poner al mismo nivel que el azúcar.

sábado, junio 20

saturday

s.e.b. dice:
es lindo el campo ese
yo antes hacia pozos en el bosquecito para que se caigan y se lastimen los hijos de uno de los dueños
me caían mal
les absents ont souvent raison de l'être dice:
ay en serio?
s.e.b. dice:
hablaban con mucha zeta
les absents ont souvent raison de l'être dice:
que zorro que eras
viven en argentina, no?
s.e.b. dice:
sisi
hola zzzeba
idotas
les absents ont souvent raison de l'être dice:
te odiaban a vos
seguro hablaban así para escupirte más
s.e.b. dice:
porque eran ricachones
y eran 3
y cuando iba tu amiguito char y fede hacíamos guerras de higos
y yo les tiraba con odio
y mi tío se calentaba
y me mandaba a juntar leña



s.e.b. para perder, la primavera en Praga para ver y entender, que sólo estuvo viva allá en Paris, junto a él dice:
me estoy comiendo un yogur ser con frutillas, hace años no me siento tan puto
te lo digo ahora que dormís así evitamos el "JAJAJA" que puede herirme
s.e.b. para perder, la primavera en Praga para ver y entender, que sólo estuvo viva allá en Paris, junto a él dice:
beso

viernes, junio 5

Auf Wiedersehen, Matemáticas

Hace un tiempo vengo pensando en cambiarme de Psicología a Letras, en dejar o no matemáticas, hacer ambos CBC o uno solo. Entro a la clase sólo para saber la nota del parcial y decidir seguir la materia o colgarla. La profesora llega veinticinco minutos después del horario reglamentario y oigo que conversa con otros alumnos, una enredadera de justificaciones y titubeos para lo que suponíamos de antemano: otra vez, no trajeron los parciales.

Tímidamente, me escurro por la puerta entreabierta y bajo a toda velocidad —o ni tanta, bah— los dos pisos que me separan de la parada del 22. Nunca viajo en ese colectivo, queda más que claro cuando el chofer me dice con cara de tedio que no lo tengo que tomar ahí, sino en la vereda de enfrente.

La espera se hace molesta y larga, agravada porque tengo la bufanda roja cuadrillé que, si bien es cierto que combina mejor con el resto de la ropa, no abriga tanto como la cuadrillé negra y gris. Me deshago en esa clase de banalidades cuando el 98 se figura a lo lejos. No sé si me deja cerca o no, pero extiendo el brazo para averiguarlo. El chofer, como es costumbre, sigue de largo sin inmutarse.


— La parada de 98 es allá — me dice una mujer de pelo cobrizo, señalando un par de metros más adelante.
— Gracias, de todos modos estoy esperando el 22 — respondo, un poco abatida por tanta torpeza.


La combinación de los colores deja de resultarme atractiva en cuanto a método improvisado para evadir la espera, abro la cartera —procurando no tirar nada en esta difícil empresa, hoy estoy más torpe de lo habitual— y me dispongo a continuar con Victor Hugo.


— ¿Estudiás Letras? — lanza, impetuosa, la señora de hebras borgoña desacomodadas por el viento, que está ahora a mi izquierda.
— En verdad, no lo sé. Estoy haciendo el CBC para Psicología y para Letras.
— Mi difunta hija estudió eso también, era escritora. Publicó un estudio sobre Cortázar, entre otras cosas. El año pasado regalé algo de su material de estudio, pero todavía me quedan varias cosas que te podrían servir. Vivo acá, a una cuadra. Me llamo Ana Silvia. Anotá mi teléfono.


La charla transcurre entre algunos datos más sobre su hija y quejas sobre la demora del colectivo acompañadas de un mapa mental sobre las calles que podrían estar cortadas, que Ana Silvia describe, quizá, con bastante precisión pero no puedo entender puesto que apenas conozco las calles que cortan a la de mi casa. Ella habla rápido, escupiendo las palabras una tras otra en un remolino vertiginoso. Mira de lleno a los ojos. Yo, a veces, bajo la vista o juego a estar ocupada viendo si aparece el 22.

El primero en llegar es el que toma ella, que sube casi de un brinco y, mientras el colectivo reanuda la marcha, voltea y me dice que no olvide llamarla.



Mañana, a las 13.10hs, estaré puntualísima en la puerta de su edificio. Algunas cosas son bastante evidentes, no tendría sentido simular no oírlas.

Adiós, matemáticas.

jueves, mayo 28

De los carruseles y esa sortija escurridiza

Resplandeciente, con esos animalitos de mejillas rosadas y lleno de luces, el carrusel gira como quien no quiere la cosa, y esa actitud indiferente, altiva, actúa como un imán que tienta a subirse, aunque sea sobre el caballo más despintado o la tacita con el volante roto, pero subir y mirar cómo se confunden los árboles con la calle y la gente entre vuelta y vuelta, mientras el flequillo irregular se vuela para todos lados, pero tampoco mucho porque el vaivén es suave como mareo de tierra en sus últimas.

Frente a esa jarra desbordante de tentación colorida, Milena no puede más que ceder a la tentación de quedar varada ahí, a unos pocos metros, descubriéndola en sus detalles más íntimos, adueñándose de ellos para siempre en una pictórica imagen mental. Es un carrusel de unos tres metros de alto, ancho, del cual penden hilos trenzados de plástico que sostienen a los diversos animales fantásticos, carruajes y tazas. Hay caballos, leones, ovejas, todos con un cono plateado y translúcido que reposa sobre sus frentes, unicornios sin distinción de especie para menguar la discriminación entre los chicos, según comentan. El techo está cubierto por una fina tela satinada que se volcaba por los lados dando la apariencia de un toldo, debajo de ella se sucedía una seguidilla de luces con forma de bolita. La barra del centro estaba decorada con espejos resplandecientes que lastimaban la vista cuando los golpeaba perpendicular el sol, con dibujos de esfinges en púrpura pálido y amarillo. A cada asiento le correspondía una correa de cordón blanco y negro; a la altura de los pies, se suspendían dos barras de metal –una a cada lado- para apoyarlos; y una funda acolchonada, bordada con lana roja y amarilla, se encargaba de proporcionar comfort y seguridad a quien decida subirse.

A la izquierda, la boletería verde con su techo irregular y puntiagudo; a la derecha, el carrito de Manuel – el caramelero, como solían llamar con afecto los niños- con sus algodones de azúcar esponjosos y sus manzanas rojísimas acarameladas, decoradas con una lluvia de pochoclos. El piso era de madera pero estaba pulido por los cientos de pies que pasan a diario, lleno de tierra y arena. Por detrás se dejaba ver la plaza, con sus bancos largos coquetamente inclinados hacia atrás, las hamacas, los toboganes, la gente que camina y las hojas que se mueven rítmicas sin dirección aparente.

Todo formaba un apacible conjunto, y en eso pensaba Milena hasta que un grupo de niños con guardapolvo verde cuadrillé la despegaron del trance al pasar por su lado, con los boletos en la mano. Estaba sola y aunque pasó sin pagar el ticket la dejaron subir también, así que marchó contenta a sentarse sobre un majestuoso corcel lila con la cola trenzada. La campana sonó tres veces antes de dar inicio al apasionante viaje. Los chicos intercambiaban miradas cómplices. Pacto secreto e implícito, sabían cuál era el motivo real que los arrojaba allí a pesar de la fachada luminosa que viste al carrusel. Esa llave escurridiza que abría de nuevo las puertas del paraíso, permitiendo mirar con una sonrisita despectiva a todos los que ya tenían que bajar: la sortija, que pendía jocosa de la mano de un hombre flaquísimo, con la barba enmarañada llena de miguitas de pan.

Si bien el paseo se sabe agradable, por sí mismo su valor es nulo. La sortija es la única y verdadera atracción. Ellos son un ejército entero que marcha junto dando la apariencia de un equipo homogéneo y en cierto punto lo son porque todos apuntan a lo mismo, pero por dentro, en todos resplandece el deseo individual de vencer al resto, no tanto por el resto sino por uno mismo. Emprenden la marcha con las mismas bases, tienen la misma cantidad de vueltas para intentarlo y de los más de diecisiete que son sólo uno lo logrará. Las reglas son unánimes y claras, está prohibido contar con ayuda de los padres o levantarse del caballo para tomar la sortija. Aunque se destartalen entre risas mientras comen gomitas dulces, establecen entre ellos un vínculo solemne de fría cordialidad. Insondables mitos tejen el velo de misterio que acurruca a la sortija, milenios enteros descansan en su interior y la dotan de un misticismo que la vuelve inalcanzable y difusa, por más que la tengan en las manos. Quizá eso sea lo tentador.

La primera vuelta pasó entre risas que se perdían camufladas en el au clair de la lune mon ami Pierrot prête-moi ta plume, pour écrire un mot, pero Milena no hacía caso a la música ni al paseo, compenetrada en la sortija roja que se le escabullía de los dedos como crema de leche cuando intentaba tomarla. Las voces -agudas y chirriantes pero diferentes- se acoplaban generando una sinfonía donde todo encajaba tan natural que parecía estar sonando hace años. Al majestuoso coro se le unía el rumor de las hojas de los árboles y el ruido a metal que producían los corceles al subir y bajar. Ella, tímida, escuchaba sin escuchar y guardaba un silencio de sepulcro que alguno pudo confundir con miedo al encontrar en sus ojos un rastro vidrioso y fijo.

Uno de los chicos de guardapolvo cuadrillé ubicado a dos caballos y un sapo detrás de ella estiraba su brazo con énfasis y rozó la sortija. Emocionado, miró a su mamá que lo alentaba a seguir, levantando las manos con una sonrisa enorme que buscaba maquillar un claro mensaje donde se escribía con letra apretada que esa apacible calma tamizaba la presión que ella intentaba ejercer sobre él, y las pecas se encendían cada vez más en el rostro. Otra ronda y la volvió a tocar. Sus mejillas despedían ya borbotones de destellos bordó. Sobre su brazo extendido cuan largo era se marcaban las venas apretadas. Tercera ronda, la sortija acierta su pequeña manita acalambrada. De sus labios secos y entreabiertos se escapa aire que había quedado atragantado desde que el carrusel inició su viaje. El hombre de barba le sacudió el cabello con simpatía mientras él, victorioso, sacudía el trofeo en alto y saludaba a su mamá que aplaudía y daba saltitos del otro lado de la valla.

Los niños fueron bajando uno a uno. Algunos se iban frustrados a sus casas; otros, los más fuertes, osaban columpiarse o hacer castillos con la arena húmeda. Milena no bajó y tampoco lo hizo en las siguientes rondas. Paciente, esperaba agazapada el momento de dar el zarpazo que la lanzaría a la gloria y luego, al descubrir que fallaba, enredaba sus mejillas entre las mangas del buzo azul que le quedaba enorme, buscando consuelo.

La insistencia encontraba su punto de apoyo en lo placentero del viaje en sí, en el cosquilleo suave que recorría los talones cuando el unicornio subía y bajaba, mientras que el sol bañaba los párpados cerrados dejándolos translúcidos y los pies se deslizan apenas sobre el aire caliente que ascendía del piso mezclado con una polvareda de tierra. Milena, apretando con fuerza la correa para no caer, dejó echar la cabeza sobre el hombro izquierdo. El poco pelo suelto que escapaba del tirante lazo que mantenía firme parte de su cabellera se le enredaba tras las orejas, tensando su piel. Con los ojos ya abiertos se incorporó y pudo ver como se confundían los diversos tonos de verde con la gente y los autos que pasaban por la calle, desdibujándose, mientras el carrusel seguía imparable sin dejarse intimidar por los bocinazos que sonaban de lejos. Un calor tibio se enredó en su garganta. Volvió a girar y el sol que reposaba en el espejo se le incrustó directo en las pupilas aún dilatadas. El dolor se tensó hasta llegar a su cabeza y sintió un leve escalofrío recorrerle la espalda.

No resolvió bajar, otra vez puso su concentración en torno a la sortija repitiendo, sin éxito, la maniobra de estirar el brazo un sin fin de veces, mientras el hombre de la barba con migas parecía cada vez más fatigado. Milena supo aprovecharse de esa debilidad y fue eso -o quizá la repetición mecánica del gesto que culminó por perfeccionarlo- lo que llevó a que, en un descuido, le arrebate el trofeo, que apretó celosa sobre su pecho.

El carrusel se detuvo y los niños bajaron. Ella tenía los ojos fijos en una de las luces que parpadeaba en el borde, junto a otras luces blancas que prendían y apagaban intermitentes dándole la vuelta. Como si la hubiese picado una abeja, brincó del carrusel con un amplio salto. Se encontraba obnubilada por algo que creía debía parecerse a la satisfacción de un deseo largamente aplazado, pero que era a la vez diferente, muy diferente. Bajó la vista hacia la mano donde pendía la sortija. Las rodillas habían comenzado a flanquearle y con disimulo permitió que el trofeo se deslice de su mano. La sortija golpeó el asfalto con una brutalidad infernal, estallando en cientos de miles de aguijones afilados que caían como fina lluvia de lava volcánica sobre las camperas, rostros y brazos desnudos de los niños, quienes al ver dibujarse sobre su piel un mínimo sendero de poco caudalosos ríos colorados, gritaban con terror. Los trozos que cayeron sobre el suelo fulguraban en el espejo, generando destellos de luz que destruían la vista. Los pájaros se movían frenéticos dejando caer algunas plumas que se mestizaban con los cordones de los zapatos. Todos empezaron a correr, incluso los adultos que atropellaban a los niños que corrían también buscando refugiarse detrás de las faldas de sus madres. Entre los dobladillos de sus pantalones y los ruedos de sus polleras se arremolinaban tornados de polvo. La gente comenzó a inundar primero las esquinas y luego las calles. Todo era movimiento, gritos ahogados, bocinas y autos frenando de golpe, sacandole chispas a las calles adoquinadas.
El hombre de la barba con migas miraba al cielo denso y gris con un dejo de resignación.
Milena descubrió que, en verdad, jamás había querido dar otra vuelta.

miércoles, mayo 20

o(h,no!)eiric adventures

hace mucho frío en la casa de mis abuelos, tengo sueño pero no puedo ir a dormir. sé que están ahí, expectantes, ansiosos por verme ceder ante la tentación del acolchado, aguardando a saltar de atrás del colchón apenas baje la guardia.

pero, sin verlos ni oírlos, sé que están ahí. y no pienso quedarme de brazos cruzados, por eso busco un peluche acorde, y luego de descartar un gran panda y algunos teddybear, me decido por un muñequito con forma de oso, del tamaño de los que venían en los chocolatines jack, y lo coloco en la cima de la escalera. tarea completa, eso será suficiente para retener a los espíritus mientras pienso en algo mejor.

del otro lado de la puerta se ven luces de neón rojas, abrió el local de ropa que no existe pero en mis sueños frecuento tanto. esa vendedora sombría debe tener algo que ver. no voy a perder el tiempo, iré a indagarla aunque me aterre entrar a ese cuarto hermético y no poder salir.
ropa no tiene pero en cambio me ofrece un artefacto extraño. del tamaño de una cómoda, a primera vista parece un minicomponente alargado. dice que es un objeto de colección para medir frecuencias de radio. en dos placas a la izquierda titilan, intermitentes, el 95 y el 96, en rojo, como los números de los ascensores. le digo que no, que gracias, que siga bien y me voy.

en el camino de vuelta a casa, me encuentro con algunos conocidos en un bar. cuatro en una mesa, dos en otra enfrentada. estaban comiendo papas al horno.


ok.

lunes, mayo 11

— Entonces —dijo la voz apenas audible, camuflada por la cortina bordó de pañolenci— ¿Te encargas vos?. —Sí, claro, dejalo en mis manos, contestó, acomodándose el puño de la camisa.


Así era mejor, barrera de por medio tamizando la situación del todo odiosa, como si tuviese algún sentido simular estar mirando por la ventana, ocupado en contar las puntas de los edificios que se veían desde el piso séptimo del departamento que no era ni de uno ni de otro, neutral como sus relaciones.
Las paredes desnudas, blancas, corroídas apenas hacia las esquinas por humedad. Asépticas. Como si menguase en algo lo inevitable el no verse de frente, encontrarse uno con la cara chata y el otro con los ojos negros, demasiado grandes en relación con la boca de pez deslucida, de pescado deshidratado colgando de un tender en la terraza del edificio de Once, tres pisos más arriba.

El quejido de la puerta del ascensor fue la nota de aviso. Improvisar una despedida no era parte de los planes, hubiese dado lugar a titubeos, palabras a media voz, frases entrecortadas, todas esas cosas que buscaba evitar. La resolución ya tomada, sí, inapelable. Él, necio pero humano, carne, carne rosada y tierna, un poco pálida ahora, pero débil. La clave estaba en ocluir cada posible escape al titubeo, no dar pie a examinar de nuevo la situación.

Otra vez la botella de scotch medio vacía sobre los labios. La cortina en la nuca, acariciándole la espalda, le provoca un hormigueo cálido, ganas de recostarse en algún sitio mullido, echar la cabeza hacia atrás, dejarla en blanco y sentir el tiempo atravesando la piel, ya no como un esbirro engañoso, sino como volatilidad inconstante, rozando el límite entre lo palpable y el sueño, desdibujandose en él y que ya no importe, sin evocar voces, sonidos o ausencias.

Se dice que está bien, pero preferiría un cielo nublado, cualquier cosa antes que esa humedad pegada a la entrepierna. Siente un sopor subiéndole por la cien, sin distinguir si son los primeros efectos del alcohol o al contrario alguna gota que desciende de la frente. Las luces esparcidas sobre las ventanas contiguas son el anuncio. Ya es la hora. Apura de un trago los restos de la botella, dejándola luego en el piso, detrás del helecho. En medio de la inconsciencia inducida tantea el interruptor del velador, echando un vistazo a las paredes sentenciadas a silencio. Él se encargará de todo.

Cierra la puerta de un manotazo distraído, se aferra a la baranda y entre tambaleos va errando algunos peldaños, acertando otros, hasta que una ráfaga de viento lo despavila. Sólo unos pasos más y está la silla, tal como la había dejado esa mañana, al lado de la escalera que da al tanque de agua. Sube a ella de un salto, detrás de los ojos cerrados como persianas herméticas no asoma siquiera una imagen, un recuerdo. Así debe ser, piensa, hasta que de pronto un dolor punzante en el estómago lo somete a doblegarse. Sin permitirlo, ladea la espalda hacia atrás y de un tirón empuja la silla al suelo. Un gusto agrio le sube a la garganta que se cierra. Los párpados se despegan y todo el cielo vacío, con su infinitud repleta de smog, se clava, por última vez, en sus retinas.