sábado, noviembre 7

16/12/xx

la noche cae estrepitosa sobre el piso siete
de la calle uruguay, justo entre el marco de la puerta y el escritorio de madera donde se apilan bolsas de supermercado, repasadores y un juego de llaves.

clara, de pie, mira fijo a la ventana. la ventana, estática, le responde con su propia imagen, un poco traslúcida, tal vez menos triste, pero en fin ella, los pantalones beige de lino, camisa blanca sin planchar y medias cenicientas de tanto andar descalza barriendo con los pies.

clara mira la ventana pero no la ve ni sabe de su reflejo, tampoco alcanza a observar los edificios, todos iguales, al cruzar la calle. ni las copas de los árboles, semáforos, antenas que salen de las azoteas como plantas, todas iguales, casi todo siempre lo mismo variaciones apenas reproducciones infinitas y entonces-

el viento zamarrea las cortinas que responden al estímulo, ruptura del orden consolidado que obligan a clara a salir de la inmovilidad. pero penas baja la vista, observa las manos más bien pequeñas.

-y entonces se descubre quieta y absorta, como un minuto, tres, cuarenta y seis atrás, pero de cómo está ahora ni una idea aproximada ni pálida. nada. en la boca, sí, en la boca un gusto dulce de manzana acaramelada, separa los labios para apreciarlo mejor pero vacila al creer que podría escurrirse entre la comisura y comisura. es mejor estar quieta.

los bordes de las cortinas se pliegan sobre sí mismos, alcanzan el pie de clara que lo recibe como una ola que rompe y se acerca con suavidad a la orilla para luego de un salto dar la vuelta y volver a confundirse en la masa homogénea y anónima.

el pie queda, ay, mojado, con vestigios de yodo y bruma. se camufla entre la arena y los caparazones rotos, jugando a la indiferencia hasta que entonces, claro, el frío desconcentra y, vaya, al final no era más que el parquet.
suena el timbre.

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