jueves, agosto 7

III

Una pelota amarilla iba del piso a la mano de una muchachita de manera sistemática, hasta que por algún capricho del viento se desvió y terminó rodando por el pasto. Ella, divertida, se acercó a recogerla. Con sorpresa descubrió a la moneda, y pensando que ésta equivalía a 1/5 del valor de un paquete de figuritas, la puso en su mochila haciendo caso omiso a las recomendaciones de su madre sobre las cosas que encontraba en el suelo.

Sin que resulte asombroso a esta altura, la moneda saltó y quedó otra vez sobre el pasto. Un muchacho que sostenía unas hojas papel madera había observado toda la escena y, abordado por una sensación de no-sé-qué, la levantó, repasando delicadamente el contorno con la punta de sus dedos como si se tratase de un jarrón de la dinastía Ming o una cadenita de cristal. ‘Qué injusto eso de querer atarte a la oscuridad de una billetera cuando es tanta la luz que desparramas cuando el sol empieza a palidecer’, pensó.

Efectivamente, a ella tampoco le agradaba permanecer en penumbras por quien sabe cuanto tiempo. Si aceptaba viajar de mano en mano, bolsillo en bolsillo, era porque eso la acercaba a su objetivo. Pero si no la trataban con delicadeza, al terminar el recorrido volvía a ser de la calle, del viento, de nadie o de ella misma. Y es que así lo planteaba el pacto silencioso que establecía con quien la recoja y que nadie se atrevía a romper.

Es que las monedas de diez centavos juran fidelidad sólo a su primer dueño, y si éste las descuida o las pierde a ellas algo les hace click y en un segundo se desintegra su vida útil. Siguen como objeto físico, claro, pero ya no pasan en el colectivo ni las aceptan en el quiosco salvo que ellas lo deseen, aunque casi todas se resignan y abandonan a su destino, sin más, así como también lo hacen quienes las recogen que, en el caso de no perderlas terminan por deshacerse de ellas de manera intencional aunque inconsciente.

En uno de sus tantos recorridos matutinos por la calle Corrientes a bordo de un colectivo pudo leer de un libro de Biología de 7mo grado que las plantas precisaban luz para poder realizar la fotosíntesis y tan sólo con ese dato comenzó a entretejer en su mente la teoría de que, si recibía cantidades adecuadas de oxígeno y luz, lograría ella también evolucionar y convertirse en un flamante billete de 20, 50 o 100$, de esos que la gente cuida con recelo y no dejarían que caigan sobre la vereda y queden allí, al azar del tiempo, como había sucedido con ella y tantas otras unas décadas atrás. Y quizá por eso evadía tanto la oscuridad.

El muchacho permanecía con los ojos cerrados, dibujandole con la yema de sus dedos su relieve, y en medio de la comunión había conseguido entenderlo. Conmovido, intentó explicarle algo sobre la relatividad del valor socialmente aceptado y la relación entre lo opaco, el cobre y el oxígeno. Pero se contuvo.


De todos modos, ambos sabían que su destino corría por la misma senda que su esencia.

1 notas al margen.:

divagues, divagues, divagues dijo...

Qué entretenido fue leer esto. No entendi como la pelota se transformo en moneda, y me gusto eso de :"lograría ella también evolucionar y convertirse en un flamante billete de 20, 50 o 100$"