miércoles, marzo 17

federico

Pensaba pantuflas, palanganas rebosantes de tibia glicerina, manos aterciopeladas que estarían calentándose, lejos, en una estufa ajena a ese calor tortuoso, zapatos bellos hasta lo imposible amordazando los pies, cuando llegó el colectivo. Lo esperaba hacía cuarenta minutos y ya se me estaban acabando las posiciones para amortiguar el cansancio.

En este caso la reacción en cadena es siempre la misma, el alivio seguido de cerca por la mirada de reproche al chofer como si de él dependiese el horario, la fila larguísima, los dos imbéciles sudorosos que miraban mis medias blancas con lascivia. Después calcular y, bien, lo predecible de contar los pasajeros y quedarse sin asiento, volver al chofer con las manos sobre el rostro de jovencito y los codos desparramados en el volante.

La señora obesa con tres nenes hace pasar a uno rápido entre el desconcierto para que no pague boleto, luego camina dificultosamente, reina de la idiotez empujando a los simples mortales con sus bolsas-báculos, él lo ve pero no dice nada, como si guardase la energía para, segundos después, tirar aire en la máquina de boletos mientras el viejo se queja de ‘robo’, aunque es probable que haya contado mal las monedas.

Me quedo adelante para aprovechar la única ventana abierta y la perspectiva de la calle limpia de mochilas y asientos. El chofer puede llamarse Federico y ser nuevo, su camisa limpia despide un aroma agradable que le hace contrapeso al otro revoltijo de hedores convulsivos. No responde a los bocinazos sin fundamentos ni pone gestito de hastío a los peatones que se lanzan al asfalto cuando ya cambió el semáforo. Tampoco me mira verlo con esta ternura inusitada, casi conmovedora que me inspira su desentendimiento de las formas repulsivas ajenas, la docilidad que no es abnegación ni paciencia sino un sensato mantenerse al margen de la imbecilidad del prójimo.

A Federico, como a mí, también se le inundan los ojos de luz por la proximidad del puente, más bonito aún de noche, cuando se ven las casas con lámparas que destiñen cortinas de colores y la oscuridad barniza los edificios con una profundidad más íntima. Por eso no me extrañé cuando al llegar al río el volante quiso seguir el recorrido de la estela del barco; cuando entre los gritos aterrados suspiramos al unísono, dulcemente; cuando, sin saberlo, cumplía el sueño de ambos y nos ayudaba a todos.

3 notas al margen.:

Fernando Travaglini dijo...

Guau!
Dijo un perro..

escribis mucho muy bonito,
me hace acordar a lo que escribo yo, pero mucho mas poetico y elaborado.

Salut!

Anónimo dijo...

crítica: arrancás con entusiasmo narrativo y luego te aburrís y te precipitas a un final trágico que nada tiene que ver con su antesala. Ya lo he visto en varios de tus cuentos. Espero algún cuento tuyo que sea al revés, que empieces aburrida y te entusiasmes luego.

Gastón

Mateo dijo...

Me hacés acordar a lo que escribe Fer, pero mucho más poético y elaborado.

Salut!