jueves, marzo 26

están por todas partes.

De nada sirve esconderse, menos hacerles frente con esos típicos e ineficaces métodos tan en boga hoy en día. Quedarse quieto no da resultado. Hay que moverse pero, ¿a dónde?. Todo lo abarcan. Basta vislumbrar un espacio libre para que antes de acertar razonar desplazarme termine ocupado por ellas.

Me es imposible precisar cuándo empezó, hace unos minutos u horas, tal vez, estaba aquí mismo, en la cocina de mi casa preparando el desayuno, café con leche sin azúcar y dos tostadas, en una hora debía salir de casa para llegar a tiempo.
El frasco de mermelada de ciruela semi-vacío había quedado abierto, la mañana transcurría sin sobresaltos, ¿quién se iba a imaginar que aquello terminaría así, atrapado en mi propia casa, las ventanas abiertas y las llaves de la puerta colgadas del llavero? Las veo desde aquí, lo peor es que estén en el sitio indicado cuando lo normal es que se pierdan en el bolsillo de algún pantalón o en los cajones de la cómoda, cualquier lugar, incluso el más inhóspito, menos el que les corresponde. No es grave, uno se entiende en su propio caos, yo lo hago, el que estén colgadas no es sólo la excepción a la regla, es también una burla explícita, una broma de mal gusto del azar.


No sé que hora es, los dos relojes marcan las 10:30am. No puedo estar seguro, cada minuto en esta férrea inmovilidad se figura eterno, las agujas corren a 250km por hora, el sodero —puntual, siempre— pasa a las 8:45am, aún no vino, veo el cajón con cuatro de los seis espacios cubiertos por sifones, dos están sin usar, lo noto porque conservan el plástico en la punta. Dos sifones, ¿cuántos pido usualmente? ¿pasó el sodero?, no, lo recordaría, aunque...

Estoy seguro, no llegaré a tiempo. Eso ya no importa, debo concentrarme en poder huir y la salida es cada vez menos probable. Dudo poder soportarlo mucho tiempo más. Dudo tener ganas de huir. El aire está viciado inútilmente por aquel engañoso líquido en aerosol, los ojos me arden, siento los pies húmedos, hace frío, no tengo puestas las medias, la boca está tan seca, da la impresión de que la lengua comenzará a surcarse, a romperse en cualquier momento. Si tan solo pudiese moverme unos metros hasta la botella de agua...

No voy a hacerlo. Sería gastar energía en vano. Ellas me seguirían —si es que me permiten avanzar—, se adueñarían del bidón, dejándolo inservible al corromperlo con sus patas milimétricas, sucias y peludas, podrían posarse en mí, enredarse entre el cabello —si bien corto, mojado, con rulos desprolijos a medio hacer—, quién sabe cómo acabaría aquello, quizá se aniden en mi cuero cabelludo, lo perforen con habilidad y depositen en él sus fluidos.
Es decisión tomada, aplazaré la sed, un ser humano sobrevive hasta dos días sin agua, con la comida el tiempo se extiende, antes desfila el catabolismo, la caquexia, la inanición o vaya uno a saber, lo importante es que da un margen temporal más amplio.


De chico me daba miedo la historia de la Difunta Correa. La imaginaba tirada sobre una piedra, la piel reseca, los ojos abiertos tanteando el cielo (siempre era de noche), con el bebé prendido a un pezón, mordiéndolo, casi queriendo arrancarlo de un tirón; ella ahí, sin poder hacer nada, rogando que el bebé tenga cuatro años y le escupa la leche en la boca, con cuidado para no desparramar nada, es muy poca, sino no alcanza para los dos. De haberse dado así, ella hubiese tenido el rol de loba-zorra y el nenito, Rómulo-Remo. Llovería. Una vez recuperadas las fuerzas podrían irse y fundar un gran imperio a orillas del Tibet-Paraná, al menos volver a casa, beber una infusión caliente y acostarse juntos en la cama de una plaza, cubiertos por una frazada de lana gruesa, apolillada (siempre hace frío en el campo a la noche).
Por eso no me gustaba viajar por la ruta, temía verla aparecer delante del auto, la ropa hecha jirones, la boca tan abierta como los ojos blancos, inexpresivos. Cuando pasábamos por algún intento de santuario obligaba frenar a papá, dejaba una botellita de agua llena hasta el tope y recién ahí podía dormirme.
Pero la idea de la deshidratación es absurda. No voy a tolerar dos días en este estado, antes mis nervios crispados sacarían chispas, se incendiaría el papel que envuelve las faturas, todo yo sería cenizas.


El teléfono mudo jadea descolgado sobre el sillón, debí dejarlo caer al pasar corriendo cuando aún creía que luchar era posible. El sonido ahogado y monótono que anuncia la ausencia de tono se confunde con otro más perturbador, el de las alitas repicando monstruosas a mi alrededor, haciendo pac pac con aires de zumbido que siento penetrar en los tímpanos implorantes de rodillas por una tregua que no llegará. Es inútil, lo sé. Ellas vinieron para quedarse, yo soy quien debe irse. Pero no hay salida. Estoy rodeado. Ellas lo saben, por eso de vez en cuando se toman el atrevimiento de revisar las otras habitaciones. No puedo ver qué hacen allí, el pensarlo me da asco, y ya no sé hasta dónde puedo decir que pienso. Garabatear hipótesis, eso sí, pero pensar, hilvanar dos o tres razonamientos coherentes, concluir en algo que no sea una tautología, no. De poder hacerlo ya hubiese encontrado una solución y ahora estaría enfilando por la calle que sube al centro, llegaría a tiempo, todo se ordenaría de repente como los rompecabezas de quinientas piezas cuando ya se ubicaron cuatrocientas noventa y ocho y lo que resta es tan sencillo que hasta el bebé de la Difunta Correa, a medio deshidratar y todo, podría culminarlo con éxito.

Es cierto que no las veo ahora ni las vi antes, pero el zumbido, la mermelada abierta, encaja. Las ventanas cerradas son detalle menor. Las hornallas abiertas, también.
Los ojos quedaron secos pero al menos ya no arden. Algo como un calor tibio va trepando por los pies desnudos. El reloj en el cual no confío apunta las 12:03pm. El zumbido cala más hondo, devora el susurro del teléfono, hace vibrar la piel que se eriza al instante. Debía estar allí a las 12:00pm. De qué sirve engañarse, ya no tiene sentido, aunque lo diga sólo por consolarme, ahora que las fuerzas me abandonaron por completo y sé que no hay vuelta atrás.


Sólo resta esperar.

2 notas al margen.:

Jimpa dijo...

no me gusta el olor a gas, pero bueno, podría soportarlo

Anónimo dijo...

Yo sé que os habéis posado
sobre el juguete encantado,
sobre el librote cerrado,
sobre la carta de amor,
sobre los párpados yertos
de los muertos.