viernes, enero 22

Cumpleaños feliz

Le prometí a Mauro que me encargaría de la torta. Algo sencillo, total hay otras, dijo entre palabras varias que no oí por estar yéndome apurada. Compré un bizcochuelo de naranja, huevos, leche, chocolate blanco de cobertura y esencia de vainilla. Llegué a casa sudando, dejé todo en la mesada y entré de cabeza a la ducha. No fue el baño que esperaba —sino de inmersión, al menos con la esponja vegetal: ni eso— pero sirvió para barrer el calor.

El vestido que pensaba ponerme estaba sin planchar, me conformé con la falda de jean, una camisa y sandalias que dejé sobre la cama. Descubrí con horror y resignación que tenía saltado el esmalte de las uñas de los pies. Reservé un taxi para las diez. Me quedaba una hora y media.

Seguí al pie de la letra las instrucciones del dorso del paquete mientras tarareaba entre dientes Patti Smith. No tuve tiempo de poner un dvd en el equipo de música. Metí la torta en el horno, fui a mi cuarto y me puse el conjunto improvisado. Mientras me elegía un reloj recordé que había olvidado estrenar la ropa interior nueva.

El calor era inhumano en mi departamento de un micro ambiente. Me maquillé agradeciendo a la vida tener al menos delineador indeleble. Me recogí el pelo lo más alto que pude porque no iba a llegar a peinarlo e intenté sonreír a la chica con ojeras que me miraba desde el espejo. Fue imposible.

Saqué la torta del horno, no podía esperar a que se enfríe para desmoldarla, y en un ademán poco agraciado me quemé la yema del índice derecho. Metí la mano en el freezer para calmar el dolor, pero verlo tan vacío me hizo sentir incómoda. Lo cerré practicando desinterés y puse a calentar el chocolate a baño maría.

Decoré la torta rápido pero con eficiencia y prolijidad. Aproveché un paquetito de grana lila y otro con estrellas rosadas de azúcar para darle más color. Para cocinar un promedio de cinco veces al año, el resultado era por demás aceptable.

Cansada, me dejé caer en el sillón lleno de revistas a esperar el auto. De haber sabido que se iba a demorar veinte minutos, podría haberlos empleado para arreglarme las uñas o planchar el vestido. Miré al taxista con mi mejor cara de irritación. A las dos cuadras le pedí que baje el volumen de la radio. Al llegar a destino me sentí culpable y le dije que se quede con el cambio —sin percatarme que le había pagado con $50 y no con $20.

Toqué el timbre con la misma timidez inquieta de esa otra oportunidad, hace tanto. La fiesta había empezado, la gente charlaba en pequeños grupos y tomaba gaseosa en vasitos descartables. Lucio estaba contra la puerta de la cocina, las manos en los bolsillos y la mirada húmeda que le conocía tanto. A su lado, Viviana, la flamante ex-esposa estrenando siliconas, con el talle de jovencita de colegio católico que destila falsa elocuencia teñida con el halo preciso de una sensualidad excesiva.

Mimí llegó hacia ellos corriendo y se prendió de sus piernas, con el bonete rosado cayendo desprolijo sobre las dos trenzas. Mauro me tomó por los hombros, saludándome con su cordialidad de siempre. Recién en ese momento noté que me había olvidado la torta.

4 notas al margen.:

Jack el Despotricador dijo...

Jajajajaja!

Tanto trabajo en la torta para luego olvidarte. Suele pasar... XD

Besos!

Dreamtigers dijo...

me gusta mucho como escribis!
el poema q me dejaste en el blog me gusto muchisimo, gracias!
te agrego en esa cosa rara de "seguidores", asi q supongo ser groupie(?) de tu blog :·O

Mateo dijo...

Boluda, te olvidaste la torta.

Mateo dijo...

...igual había otras