Desde que mi tío se enfermó Dora ya no va más a las reuniones y Marisa, mientras mira la novela, teje posibilidades, infatigable, una tras otra, productos inútiles, mantas breves, escarpines de diferentes tamaños hasta que alguno encaja con el talle de Diurno, que primero patalea y luego se muestra encantado, caminando con su porte altivo como si estuviese desfilando por una alfombra de plumas, hasta que de un momento a otro uno cierra la puerta y encuentra en un costado un manojo destrozado de hilos y pelos, y Marisa chilla, lo reta pegándole en el lomo con una caja vacía de huevos y se encierra en la habitación.
Qué pasa detrás de esa puerta de madera empujada con énfasis, sólo ella lo sabe, y yo que corro a mi cuarto fingiendo tareas escolares y cuento sus pasos, tratando de divisar mentalmente las piernas que se abren como labios gruesos para mascar parquet. En esos momentos Marisa es un pecesito descolorido y suicida que se traga el espacio para devolverlo cuando, más tranquila, se sienta sobre el borde de la cama y sopla en un pañuelo de tela toda su desgracia. Entonces la casa se llena de vuelta de sonidos carrasposos, mi tío practica mugidos, se despereza, le toca la barbilla y ella se desploma como un globo sobre las sábanas, para reponerse en seguida y salir cerrando la puerta con cautela mientras se acomoda el delantal.
Verónica Zondek / de "Instalaciones de la memoria"
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Una ventana se construye para mirar a otra.
¿Cuántos rostros en domingo espiaban otro rostro?
¿Qué pared deshojada te pertenecía?
¿En cuál cama gritaste...
1 notas al margen.:
pobre ella
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