viernes, abril 30

fragmento de no sé qué demonios

y aquí, encima de la tierra seca de tiempo, los guijarros. los hay por todos lados, es verdad. pero nadie los trajo. simplemente están tendidos como un colchón, silenciosos, duros, y cuando alguien —el perro, el vecino, el oficial de policía que inicia el rastrillaje— pasa distraído por encima de ellos —un piso seguro, piensan, si es que piensan algo— les muerden los pies.

caen con un golpe seco. se desangran. la tierra chupa como si esa vida que se escapa le diese su prosperidad (que no es tal de todos modos) y luego los guijarros, los silenciosos, los inútiles, se encargan de hacer desaparecer el resto. al día siguiente cualquiera se asoma al patio y todo está impecable.

pasan muchas cosas cuando la gente no mira.

domingo, abril 18

esdrújulas

había que salir de ese atolladero de espuma almidonada
las chispas tenues incendiaban mi adhesión al evemerismo
no quería vérmelas con mutaciones estrafalarias
hiedras venenosas en los talones que dejan destello de purpurina
la respiración entrecortada por ir demasiado despacio

estar del otro lado de los ruidos mientras se arropa la noche
y pasan por un costado las voces, los gestos, todo aquello
que debería ser cuanto menos un rasguño y no pasa de aire,
un latir sigiloso de luces frenéticas no basta para desarmar
ese reducto inventado con la improvisación de diarios viejos
que es escudo y lanza y eminencia de torpe derrumbe

el oráculo de roble pronunció la sentencia sin vacilar
que se imponía con el peso de esas nubes de ópalo naranja
las palabras esdrújulas son ridículas
ecléctico, dije, tarántula, antígona, todo lo caótico
era cierto como la inutilidad de los vidrios y las vendas

cambié el pasaje para la semana siguiente

martes, abril 6

desvaríos oníricos

tengo pesadillas hará unos siete días. claro que cuando éstas salen de los entretelones de la noche para pasar al plano discursivo, pierden un poco de su aterradora esencia.


soñé, por ejemplo, que estaba en la casa de un individuo que poseía un pequeño gato y una paloma como mascota. sólo que la paloma no era de las que detesto en la vida diaria, sino color cremita, diminuta y enteramente adorable.

delante de una puerta estaba el dueño de la paloma. en el medio de la habitación, ella. detrás de la puerta de la otra punta, yo, que intentaba congraciarme con ella al lanzarle miradas de aprobación. miradas que encendían al demoníaco animal, transformándolo en un manojo de nervios, gritos, formas grotescas y certeros picotazos en mis piernas. a cada azote, yo gritaba muy agudo. el dueño de la paloma se ofendía y me decía que tenía que dejar de gritar. accedí al ruego y salí por la puerta.

al rato volvía a asomarme, y la paloma dormía, otra vez preciosa y tierna, junto al gatito, que tenía una pata sobre su lomo.