sábado, agosto 22

algo curioso

una mujer alta, altísima, raquítica, pelirroja, el pelo terminándose antes del comienzo de los hombros, los ojos turqueza, sin arrugas pero infinitamente vieja, la piel de cerámica, entre las manos un libro de tapa negra y letras rojas, sostenido con la mano izquierda a la altura de su pecho.


el viernes estaba repasando en mi librería-cafetería preferida donde tengo mucha luz y te dejan fumar adentro. entre nietzsche y kierkegaard aparece una mujer alta, altísima,
pelirroja, el pelo terminándose antes del comienzo de los hombros, los ojos turqueza, sin arrugas pero infinitamente vieja, la piel de cerámica, entre las manos un libro de tapa blanca, una edición bastante nueva. se olfatea con insistencia el antebrazo. pide una copa de vino blanco. después otra. apura cigarrillos, uno, tres, cinco, el cenicero se llena a una velocidad infernal. ¿tomaste sol?, no, ah, porque estás colorado, debe ser que acá adentro hace calor, contesta el librero mientras ella sigue mirando fijo el diario, pasando las páginas sin verlas, sin leer nada, la atención saltando al ritmo de sus dedos largos que bailar en el borde de la mesa. los negros no se ponen colorados, sí, dice él, ¿nunca viste a un morocho después de jugar al fútbol?, no, no, yo jamás me puse roja por el sol y eso que no soy blanca —y dice la verdad pero a medias, la piel es aceitunada, con un brillo que se quedó congelado a la altura de los pómulos— pero era bailarina de danzas clásicas y te aseguro que transpiraba como un hombre. más que un hombre. ahora se saca la campera cárabe y la charla se interrumpe por la llegada de otro cliente. el teléfono suena dos, tres, siete veces. ¿cómo que no tengo pianista?, ¿cómo puede ser?, la gente entra y sale en un cortejo uniforme, ella está inmutable en su asiento. yo ya terminé con nietzsche, me apuro a salir para aprovechar el último rato de sol y leer un rato más en la plaza.

martes, agosto 18

cocodrilos, lluvia, etc.

salgo de mi casa —en la cual, en la vida real, dejé de vivir hace dos años— dispuesta a franquear las siete cuadras que me separan del hogar de mis abuelos. a mitad de camino, lluvia a baldazos y nubes que se van conglomerando, llegan de cualquier sitio y se apiñan justo ahí, chupando la luz. a los instantes todo es agua y oscuridad, las calles se inundan rápido, estoy en pantalones cortos y sandalias y encima el idiota del vecino dejó los paquetes enormes de comida para su mascota apoyados en el medio —serán unos cien, apilados en la acera. comida para cocodrilos con envoltorio rosado. porque tiene un cocodrilo de mascota. sí— me hacen tropezar, caigo de espaldas sobre uno de ellos, me duele, me quejo y sigo.

ahora el hospital, venimos a ver a no sé quién, pero el médico dice que soy yo quien debe pasar a hacerme un control, aunque debo dejar mi cuadernito afuera. accedo de mala gana. el corredor es largo, algo como una presencia que se evapora al momento en que volteo. pienso en droopy. detestable. al final, no era más que mi ex profesora de literatura.

terminan de tomarme la presión. una galería estrecha y larga sobre el río, un nene chiquito vende un ramos de flores a $25. compro, al tenerlas entre las manos descubro que no eran reales, exijo el reintegro de mi dinero. no acepta. ríe fuerte y estridente. se esconde. la galería es un pasillo, abro puertas al azar y en una está martin en una cama inmensa con otros varones charlando de que no hay mejor lugar para hablar que el colchón. cierro, sigo.

una mujer alta, altísima, raquítica, pelirroja, el pelo terminándose antes del comienzo de los hombros, los ojos turqueza, sin arrugas pero infinitamente vieja, la piel de cerámica, entre las manos un libro de tapa negra y letras rojas, sostenido con la mano izquierda a la altura de su pecho.

no hace nada pero mira, intento ver qué lee mientras sigo abriendo puertas. suena el despertador, insistente. y la espalda, claro, no me dejó de doler ni un poco.

martes, agosto 11

sacapuntas

me los regaló un señor el sábado, en la plaza de corrientes y dorrego. uno es un teléfono, el otro un tanque de guerra, o algo así. son lindos y están accidentados —romántico y apocalíptico, erótico y sublime, como el idealismo alemán, al menos eso leí en algún lado y se ve que me resultó agradable porque lo estoy repitiendo mentalmente a cada rato—, lástima que cuando llegué ya estaban cerrando la mayoría de los puestos y me quedé sin ver un montón de cosas.












martes, agosto 4

mi obsesivo aprecio por la limpieza se deslizó al ver ese cuartito chiquito, lleno de libros viejos, casettes y vinilos desparramados por el piso, robándose el lugar entre los maltrechos estantes. enchastrarse las manos se justifica en situaciones así.
después siempre está el jabón y la cinta de scotch para arreglar la tapa en mal estado.

tuve el sueño más angustiante de la historia onírica.
tanto que siquiera puedo intentar teclearlo.