jueves, mayo 28

De los carruseles y esa sortija escurridiza

Resplandeciente, con esos animalitos de mejillas rosadas y lleno de luces, el carrusel gira como quien no quiere la cosa, y esa actitud indiferente, altiva, actúa como un imán que tienta a subirse, aunque sea sobre el caballo más despintado o la tacita con el volante roto, pero subir y mirar cómo se confunden los árboles con la calle y la gente entre vuelta y vuelta, mientras el flequillo irregular se vuela para todos lados, pero tampoco mucho porque el vaivén es suave como mareo de tierra en sus últimas.

Frente a esa jarra desbordante de tentación colorida, Milena no puede más que ceder a la tentación de quedar varada ahí, a unos pocos metros, descubriéndola en sus detalles más íntimos, adueñándose de ellos para siempre en una pictórica imagen mental. Es un carrusel de unos tres metros de alto, ancho, del cual penden hilos trenzados de plástico que sostienen a los diversos animales fantásticos, carruajes y tazas. Hay caballos, leones, ovejas, todos con un cono plateado y translúcido que reposa sobre sus frentes, unicornios sin distinción de especie para menguar la discriminación entre los chicos, según comentan. El techo está cubierto por una fina tela satinada que se volcaba por los lados dando la apariencia de un toldo, debajo de ella se sucedía una seguidilla de luces con forma de bolita. La barra del centro estaba decorada con espejos resplandecientes que lastimaban la vista cuando los golpeaba perpendicular el sol, con dibujos de esfinges en púrpura pálido y amarillo. A cada asiento le correspondía una correa de cordón blanco y negro; a la altura de los pies, se suspendían dos barras de metal –una a cada lado- para apoyarlos; y una funda acolchonada, bordada con lana roja y amarilla, se encargaba de proporcionar comfort y seguridad a quien decida subirse.

A la izquierda, la boletería verde con su techo irregular y puntiagudo; a la derecha, el carrito de Manuel – el caramelero, como solían llamar con afecto los niños- con sus algodones de azúcar esponjosos y sus manzanas rojísimas acarameladas, decoradas con una lluvia de pochoclos. El piso era de madera pero estaba pulido por los cientos de pies que pasan a diario, lleno de tierra y arena. Por detrás se dejaba ver la plaza, con sus bancos largos coquetamente inclinados hacia atrás, las hamacas, los toboganes, la gente que camina y las hojas que se mueven rítmicas sin dirección aparente.

Todo formaba un apacible conjunto, y en eso pensaba Milena hasta que un grupo de niños con guardapolvo verde cuadrillé la despegaron del trance al pasar por su lado, con los boletos en la mano. Estaba sola y aunque pasó sin pagar el ticket la dejaron subir también, así que marchó contenta a sentarse sobre un majestuoso corcel lila con la cola trenzada. La campana sonó tres veces antes de dar inicio al apasionante viaje. Los chicos intercambiaban miradas cómplices. Pacto secreto e implícito, sabían cuál era el motivo real que los arrojaba allí a pesar de la fachada luminosa que viste al carrusel. Esa llave escurridiza que abría de nuevo las puertas del paraíso, permitiendo mirar con una sonrisita despectiva a todos los que ya tenían que bajar: la sortija, que pendía jocosa de la mano de un hombre flaquísimo, con la barba enmarañada llena de miguitas de pan.

Si bien el paseo se sabe agradable, por sí mismo su valor es nulo. La sortija es la única y verdadera atracción. Ellos son un ejército entero que marcha junto dando la apariencia de un equipo homogéneo y en cierto punto lo son porque todos apuntan a lo mismo, pero por dentro, en todos resplandece el deseo individual de vencer al resto, no tanto por el resto sino por uno mismo. Emprenden la marcha con las mismas bases, tienen la misma cantidad de vueltas para intentarlo y de los más de diecisiete que son sólo uno lo logrará. Las reglas son unánimes y claras, está prohibido contar con ayuda de los padres o levantarse del caballo para tomar la sortija. Aunque se destartalen entre risas mientras comen gomitas dulces, establecen entre ellos un vínculo solemne de fría cordialidad. Insondables mitos tejen el velo de misterio que acurruca a la sortija, milenios enteros descansan en su interior y la dotan de un misticismo que la vuelve inalcanzable y difusa, por más que la tengan en las manos. Quizá eso sea lo tentador.

La primera vuelta pasó entre risas que se perdían camufladas en el au clair de la lune mon ami Pierrot prête-moi ta plume, pour écrire un mot, pero Milena no hacía caso a la música ni al paseo, compenetrada en la sortija roja que se le escabullía de los dedos como crema de leche cuando intentaba tomarla. Las voces -agudas y chirriantes pero diferentes- se acoplaban generando una sinfonía donde todo encajaba tan natural que parecía estar sonando hace años. Al majestuoso coro se le unía el rumor de las hojas de los árboles y el ruido a metal que producían los corceles al subir y bajar. Ella, tímida, escuchaba sin escuchar y guardaba un silencio de sepulcro que alguno pudo confundir con miedo al encontrar en sus ojos un rastro vidrioso y fijo.

Uno de los chicos de guardapolvo cuadrillé ubicado a dos caballos y un sapo detrás de ella estiraba su brazo con énfasis y rozó la sortija. Emocionado, miró a su mamá que lo alentaba a seguir, levantando las manos con una sonrisa enorme que buscaba maquillar un claro mensaje donde se escribía con letra apretada que esa apacible calma tamizaba la presión que ella intentaba ejercer sobre él, y las pecas se encendían cada vez más en el rostro. Otra ronda y la volvió a tocar. Sus mejillas despedían ya borbotones de destellos bordó. Sobre su brazo extendido cuan largo era se marcaban las venas apretadas. Tercera ronda, la sortija acierta su pequeña manita acalambrada. De sus labios secos y entreabiertos se escapa aire que había quedado atragantado desde que el carrusel inició su viaje. El hombre de barba le sacudió el cabello con simpatía mientras él, victorioso, sacudía el trofeo en alto y saludaba a su mamá que aplaudía y daba saltitos del otro lado de la valla.

Los niños fueron bajando uno a uno. Algunos se iban frustrados a sus casas; otros, los más fuertes, osaban columpiarse o hacer castillos con la arena húmeda. Milena no bajó y tampoco lo hizo en las siguientes rondas. Paciente, esperaba agazapada el momento de dar el zarpazo que la lanzaría a la gloria y luego, al descubrir que fallaba, enredaba sus mejillas entre las mangas del buzo azul que le quedaba enorme, buscando consuelo.

La insistencia encontraba su punto de apoyo en lo placentero del viaje en sí, en el cosquilleo suave que recorría los talones cuando el unicornio subía y bajaba, mientras que el sol bañaba los párpados cerrados dejándolos translúcidos y los pies se deslizan apenas sobre el aire caliente que ascendía del piso mezclado con una polvareda de tierra. Milena, apretando con fuerza la correa para no caer, dejó echar la cabeza sobre el hombro izquierdo. El poco pelo suelto que escapaba del tirante lazo que mantenía firme parte de su cabellera se le enredaba tras las orejas, tensando su piel. Con los ojos ya abiertos se incorporó y pudo ver como se confundían los diversos tonos de verde con la gente y los autos que pasaban por la calle, desdibujándose, mientras el carrusel seguía imparable sin dejarse intimidar por los bocinazos que sonaban de lejos. Un calor tibio se enredó en su garganta. Volvió a girar y el sol que reposaba en el espejo se le incrustó directo en las pupilas aún dilatadas. El dolor se tensó hasta llegar a su cabeza y sintió un leve escalofrío recorrerle la espalda.

No resolvió bajar, otra vez puso su concentración en torno a la sortija repitiendo, sin éxito, la maniobra de estirar el brazo un sin fin de veces, mientras el hombre de la barba con migas parecía cada vez más fatigado. Milena supo aprovecharse de esa debilidad y fue eso -o quizá la repetición mecánica del gesto que culminó por perfeccionarlo- lo que llevó a que, en un descuido, le arrebate el trofeo, que apretó celosa sobre su pecho.

El carrusel se detuvo y los niños bajaron. Ella tenía los ojos fijos en una de las luces que parpadeaba en el borde, junto a otras luces blancas que prendían y apagaban intermitentes dándole la vuelta. Como si la hubiese picado una abeja, brincó del carrusel con un amplio salto. Se encontraba obnubilada por algo que creía debía parecerse a la satisfacción de un deseo largamente aplazado, pero que era a la vez diferente, muy diferente. Bajó la vista hacia la mano donde pendía la sortija. Las rodillas habían comenzado a flanquearle y con disimulo permitió que el trofeo se deslice de su mano. La sortija golpeó el asfalto con una brutalidad infernal, estallando en cientos de miles de aguijones afilados que caían como fina lluvia de lava volcánica sobre las camperas, rostros y brazos desnudos de los niños, quienes al ver dibujarse sobre su piel un mínimo sendero de poco caudalosos ríos colorados, gritaban con terror. Los trozos que cayeron sobre el suelo fulguraban en el espejo, generando destellos de luz que destruían la vista. Los pájaros se movían frenéticos dejando caer algunas plumas que se mestizaban con los cordones de los zapatos. Todos empezaron a correr, incluso los adultos que atropellaban a los niños que corrían también buscando refugiarse detrás de las faldas de sus madres. Entre los dobladillos de sus pantalones y los ruedos de sus polleras se arremolinaban tornados de polvo. La gente comenzó a inundar primero las esquinas y luego las calles. Todo era movimiento, gritos ahogados, bocinas y autos frenando de golpe, sacandole chispas a las calles adoquinadas.
El hombre de la barba con migas miraba al cielo denso y gris con un dejo de resignación.
Milena descubrió que, en verdad, jamás había querido dar otra vuelta.

miércoles, mayo 20

o(h,no!)eiric adventures

hace mucho frío en la casa de mis abuelos, tengo sueño pero no puedo ir a dormir. sé que están ahí, expectantes, ansiosos por verme ceder ante la tentación del acolchado, aguardando a saltar de atrás del colchón apenas baje la guardia.

pero, sin verlos ni oírlos, sé que están ahí. y no pienso quedarme de brazos cruzados, por eso busco un peluche acorde, y luego de descartar un gran panda y algunos teddybear, me decido por un muñequito con forma de oso, del tamaño de los que venían en los chocolatines jack, y lo coloco en la cima de la escalera. tarea completa, eso será suficiente para retener a los espíritus mientras pienso en algo mejor.

del otro lado de la puerta se ven luces de neón rojas, abrió el local de ropa que no existe pero en mis sueños frecuento tanto. esa vendedora sombría debe tener algo que ver. no voy a perder el tiempo, iré a indagarla aunque me aterre entrar a ese cuarto hermético y no poder salir.
ropa no tiene pero en cambio me ofrece un artefacto extraño. del tamaño de una cómoda, a primera vista parece un minicomponente alargado. dice que es un objeto de colección para medir frecuencias de radio. en dos placas a la izquierda titilan, intermitentes, el 95 y el 96, en rojo, como los números de los ascensores. le digo que no, que gracias, que siga bien y me voy.

en el camino de vuelta a casa, me encuentro con algunos conocidos en un bar. cuatro en una mesa, dos en otra enfrentada. estaban comiendo papas al horno.


ok.

lunes, mayo 11

— Entonces —dijo la voz apenas audible, camuflada por la cortina bordó de pañolenci— ¿Te encargas vos?. —Sí, claro, dejalo en mis manos, contestó, acomodándose el puño de la camisa.


Así era mejor, barrera de por medio tamizando la situación del todo odiosa, como si tuviese algún sentido simular estar mirando por la ventana, ocupado en contar las puntas de los edificios que se veían desde el piso séptimo del departamento que no era ni de uno ni de otro, neutral como sus relaciones.
Las paredes desnudas, blancas, corroídas apenas hacia las esquinas por humedad. Asépticas. Como si menguase en algo lo inevitable el no verse de frente, encontrarse uno con la cara chata y el otro con los ojos negros, demasiado grandes en relación con la boca de pez deslucida, de pescado deshidratado colgando de un tender en la terraza del edificio de Once, tres pisos más arriba.

El quejido de la puerta del ascensor fue la nota de aviso. Improvisar una despedida no era parte de los planes, hubiese dado lugar a titubeos, palabras a media voz, frases entrecortadas, todas esas cosas que buscaba evitar. La resolución ya tomada, sí, inapelable. Él, necio pero humano, carne, carne rosada y tierna, un poco pálida ahora, pero débil. La clave estaba en ocluir cada posible escape al titubeo, no dar pie a examinar de nuevo la situación.

Otra vez la botella de scotch medio vacía sobre los labios. La cortina en la nuca, acariciándole la espalda, le provoca un hormigueo cálido, ganas de recostarse en algún sitio mullido, echar la cabeza hacia atrás, dejarla en blanco y sentir el tiempo atravesando la piel, ya no como un esbirro engañoso, sino como volatilidad inconstante, rozando el límite entre lo palpable y el sueño, desdibujandose en él y que ya no importe, sin evocar voces, sonidos o ausencias.

Se dice que está bien, pero preferiría un cielo nublado, cualquier cosa antes que esa humedad pegada a la entrepierna. Siente un sopor subiéndole por la cien, sin distinguir si son los primeros efectos del alcohol o al contrario alguna gota que desciende de la frente. Las luces esparcidas sobre las ventanas contiguas son el anuncio. Ya es la hora. Apura de un trago los restos de la botella, dejándola luego en el piso, detrás del helecho. En medio de la inconsciencia inducida tantea el interruptor del velador, echando un vistazo a las paredes sentenciadas a silencio. Él se encargará de todo.

Cierra la puerta de un manotazo distraído, se aferra a la baranda y entre tambaleos va errando algunos peldaños, acertando otros, hasta que una ráfaga de viento lo despavila. Sólo unos pasos más y está la silla, tal como la había dejado esa mañana, al lado de la escalera que da al tanque de agua. Sube a ella de un salto, detrás de los ojos cerrados como persianas herméticas no asoma siquiera una imagen, un recuerdo. Así debe ser, piensa, hasta que de pronto un dolor punzante en el estómago lo somete a doblegarse. Sin permitirlo, ladea la espalda hacia atrás y de un tirón empuja la silla al suelo. Un gusto agrio le sube a la garganta que se cierra. Los párpados se despegan y todo el cielo vacío, con su infinitud repleta de smog, se clava, por última vez, en sus retinas.