viernes, enero 30

diálogo:



- Dice que quiere tener un montón más.
- ¿No había comprado ya el otro día?
- Sí, pero no son suficientes.
- Está exagerando. ¿Dónde los va a poner?
- En el living, en la esquina al lado del ventanal. Ya hay casi cien, quedan simpáticos-, decía, mientras algo en la voz daba a entender que no era así.
- Son como unas esponjitas, ¿no?
- Sí, me los mostró el otro día cuando fui a buscar las escuadras. Son rectangulares, chiquititos, del tamaño de una caja de fósforos y del mismo material que las esponjas esas de cocina amarillas y verdes, pero sin la parte verde, que es la que raspa. Y son celestes, medios transparentones, llenos de agujeritos.
- ¿Tipo de gomaespuma?-, contestó mientras trataba de parecer interesado, pero era imposible.
- No, es otro material más suave, qué se yo, la gomaespuma como que rebota, esto no.
- Y sí, primero darse contra el piso, después rebotar y chocar contra el techo, no sería de lo más agradable-, una sonrisita rijosa amagó a bosquejarse pero se aplacó en un labio que apenas se tuerce para un costado y se queda ahí, estático, esperando no ser descubierto.
- No seas así que no es gracioso, vos tendrías que haber visto como estaba Mica el otro día, tenía la cara hinchada del golpe y de tanto llorar. Blas me dijo que salía de la ducha descalza, con la remera esa que usa para dormir y el pelo envuelto en una toalla. Se ve que se lo estaba frotando para que se seque porque no le gusta usar el secador y tenerlo mojado sobre la espalda le molesta, y como miraba para abajo no vio el cable del teléfono. Ahí no más se fue de boca contra el parquet y se partió el incisivo. Hizo un escándalo tal que los vecinos llamaron a ver si le pasaba algo grave.
- Vos sabes que yo con Mica no tengo problema, pero escándalo hace siempre y por todo. ¿Te acordas cuando íbamos a ir a conocer el barco de Oliverio y unos minutitos antes de salir empezó a gritarle al pobre Blas que cómo que se iba, que quién se creía que era y no sé qué otro palabrerío?
- Pero andá a saber que había pasado, no la juzgues, pobrecita. Si vos la hubieses visto el otro día...
- ¿Tan mal estaba?
- ¿Mal, decís? No te das una idea, Francisco, de como estaba esa chica. Ella siempre tan prolija, toda arregladita, en medias ya sucias de andar por la casa, con un joggin gris y una remera amarilla clara. Toda despeinada, sabes, el pelo que siempre tiene dividido en dos y le cae sobre los hombros de una manera tan linda que dan ganas de resbalar la mano por ahí como si fuese un tobogán estaba arremolinado, como liado entre las orejas y opaco, seco. Parecía más grande, encima la cara hinchada, la piel ambarina y surcada de ríos secos, los labios apretados como si estuviese haciendo fuerza para tenerlos así parecían de arena, ajados y con cortecitos. Sabes que yo... le fui a comprar una manteca de cacao, y no sabés cómo se puso.
- Si me decís que se largó a reír te lo creo, si es más rara-, lanzó ya sin miedo de que el proyectil impacte de lleno en el blanco.
- En serio te estoy diciendo, no seas así. Se la di y no me dijo ni gracias, ella hace las cosas muy ceremoniosas, hasta cuando le devolves un vaso o le contas alguna cosa que viste en el teatro, y podes creer que ni gracias dijo.
- Eso tampoco es tan grave, hombre.
- No, ya sé, pero si vos la conocieras más te darías cuenta. De la nada se puso a llorar como nunca había visto llorar a nadie. Estaba encorvada y la espalda se le sacudía como una joroba, toda ella se convulsionaba en un mazacote de gotitas saladas, brazos de acá para allá, voces ahogadas y pelo oscuro y grueso, con mechones por todos lados, como víboras. Tiró la manteca de cacao al piso y enseguida la siguió al nivel del suelo, la volvió a agarrar, me pidió perdón y me dijo que me fuera.
- ¿Y vos qué hiciste?
- Yo nada, ¿qué iba a hacer? Me quedé ahí un segundo, un poco tarado, aturdido, abrí la puerta y me fui. Cuando volvía para casa me encontré a Blas que iba con el paquete de esponjas y me explicó que traía más para ponerlas en la esquina, donde se había caído Mica, para que no se lastime de nuevo.
- Igual, te digo, me parece bastante ilógico. ¿Cuántas probabilidades hay de que vuelva a caer exactamente en el mismo lugar? Pocas, seguro. Además fijate que el resto de la casa no va a estar recubierto de esponjitas así que eso no te significa nada.
- Es su forma de cuidarla, qué se yo.
- Vos mejor no digas nada que se te nota de lejos que te gustaría ser el que la lleve de la manito para que la torpe no se caiga más. Vamos, Lucio, a mí no me embromás.
- No empecés que no tengo ganas de explicarte lo mismo cada vez que nos vemos, si no me queres creer no lo hagas pero terminala con esas frasecitas de cuarta que me tienen cansado.
- Tampoco te pongas así, que te estaba cargando. No sé si te enteraste que hay otra versión de lo del diente.
- No, hace semanas que no me hago una escapadita para el club y tampoco charlé con los muchachos. ¿De qué otra versión hablas? No serán esas fantochadas que les gusta hacer circular a las Tres Mosqueteras, quiero creer.
- Yo te digo lo que me contaron, vos te fijas a quien creerle.
- Dale, no des vueltas y contá.
- Dicen que Elena habló con ella, y que le dijo que no existió tal caída.
- Entonces, él...
- No, de eso no dijo nada tampoco, pero no creo. Vos sabes como es, aunque a veces no sepa pilotear la situación Blas la quiere.
- Pero, ¿y las esponjitas de la esquina qué tienen que ver si no hay diente de por medio?
- De los últimos meses para acá, Blas está cada vez peor, en una de esas es otra excentricidad. Ya sé que él no habló de excentricidades, habló de una caída...
- Y de Mica con un toallón en el pelo negro, de víbora, seco, aunque Mica no habló, no dijo nada. Tenía los labios paspados y la cara hinchada, eso sí, todo como una masa que le cae a ambos lados de la nariz. Francisco, él sigue llevando esas esponjitas celestes asquerosas y ella está cada vez peor, parece que le fueran chupando el alma, la dejan cada vez más mimetizada con ese trapo de algodón que usa para limpiar el piso. Anda siempre descalza, limpia todo el tiempo y anda descalza e igual se le ensucian las medias. Sufre mucho, pobre muñequita. Vos no entendes, Francisco, pero si la vieras...

jueves, enero 29

my lovely leandro

- Mi plan para el futuro es tener mucha gente a mis pies que cumpla mis órdenes*, pero entablar con ellos una muy buena relación, ¿entendés?
- Claro, un tirano-déspota-buena onda.
- Ok, digamos que algo así.


*Como dato accesorio, según Leandro, dos de ellos -los que serán sus mucamos fijos- se llamarán Dodó y Pier.

martes, enero 27

viajes atípicos

"Tres monedas de un peso y dos de diez. Justo para pagar dos boletos de $1,10 y me sobra una enterísima moneda de $1."

Ése era, en pocas líneas, el plan trazado para ir de mi casa a la estación, y viceversa. Por la avenida pasan varios colectivos que sirven a tal fin -263, 278, 585 (el rojo y el verde) y 281- así que la espera no sería demasiado cansadora.

De la estación al lugar donde tenía que ir hay una distancia de seis cuadras. Todos los colectivos llegaban hasta la estación, y sólo uno de ellos me dejaba a doscientos metros del anhelado destino: el 278. El tema es que una vez que cruzan la estación, el valor del boleto -que aún no conozco- cambia. Desde que subieron los precios sigo sin saber cuanto sale, pero aún así era evidente que mi cálculo fallaría y tendría que andar con varias moneditas de acá para allá. Ese era el problema: No el aumento de las tarifas, ni la simple negación, menos el pseudo-vandalismo injustificado. Todo el drama giraba en las circulares y pequeñas monedas que tanto me molestan.

Recordé a todas aquellas personas que alguna vez se habían subido pagando un boleto que no les correspondía, y me convencí de que bajar tres paradas después no era un gran pecado, sino más bien parte de un ingenuo y tímido juego infantil. No estaría rompiendo ninguna norma de las buenas costumbres, a decir verdad, ni perjudicando al conductor. Pero nunca lo había hecho y no estaba segura de poder llevarlo a cabo. El tiempo para decidirlo se escabullía a medida que el colectivo iba avanzando. "Cualquier acción -por mínima que sea- que sirva a incrementar mis niveles de adrenalina sin dañar la moral pública, no puede ser desechada así como así.", pensaba, dejándome sacudir por la emoción de cometer un acto de tal calibre.

Subí y pedí uno de $1,10.

Estaba nerviosa. Pensé que lo mejor era tomar asiento para pasar desapercibida. Odio viajar parada y no sentarme habiendo lugares era exponer mi crimen en un escaparate con reflectores que lo apuntaban desde todos los ángulos.
Así que me acomodé del medio para atrás, del lado del pasillo. A mi derecha había una mujer que se bajó a las pocas paradas, me senté del lado de la ventana y otra señora pasó a ocupar el que en su momento había sido mi lugar.

Una mujer de tez morena, de unos 40 años, negro el cabello que llevaba recogido en una media colita y negros también los ojos ovalados, repetía sin cesar una fórmula gastada donde hacía hincapié en que ese era el trabajo más honesto que podía conseguir, y que lo que más le interesaba para el futuro de sus hijos era poder darles de comer de un modo honrado. Una vez terminado el discurso, pasó a recoger unas estampitas -las había repartido antes de que yo suba- y algunas monedas que unas gentes con aire desinteresado dejaban caer sobre sus finas manos.
Era delgada, llevaba una pollera corta de jean, una musculosa, un morral y un tatuaje grande y negro en el talón. Todo en ella cuadraba con la imagen stone, todo salvo que tenía unos 20 años más que la mayoría de las señoritas de esa tribu urbana.

Inquieta, seguí los movimientos del conductor por el espejo con el rabillo del ojo, ansiando no ser vista. Recordé que no era esa la forma de actuar que utilizaba cuando viajaba de modo legal, así que me puse a mirar por la ventana pretendiendo parecer muy compenetrada en observar el vidrio sucio.

Todo el mundo debe haberlo hecho, al menos no-intencionalmente, y nadie había muerto por eso, y si alguno murió yo no me enteré, así que es casi lo mismo, porque el árbol que cae en el bosque no hace ruido si nadie está ahí para atestiguar que así fue. El plan era impecable: No había forma de que me descubran, el viaje era corto y la diferencia al bajar era sólo de seis cuadras.

Pero no pude soportarlo, me acerqué al colectivero que charlaba con la señora de las estampitas y le dije que quería extender el viaje.

- ¿Hasta donde vas?
- Videla y Mitre
- ¿Sacaste $1,10?
- Sí
- No te hagas problema, entonces - Dijo mientras volvía a desviar la vista hacia la chica con el tatuaje en el talón para reanudar la charla.

Atónita, volví a mi lugar que había sido ocupado por un muchacho con una remera verde manzana (sí, verde manzana) y lo devolvió de modo muy cortés al verme regresar. El colectivo subió por el puente, en un segundo dejó atrás la estación y al instante ya estaba a doscientos metros de la librería.

En el bolsillo tenía dos monedas de un peso y una de diez.





No hay moraleja.

jueves, enero 22

tiene las pestañas húmedas, le tiembla el pelo y la voz que, como encerrada en al garganta, no sabe si es hora de salir o mejor quedarse, todo está tan calmo, tan seguro aquí dentro que para qué arriesgarse.

es que la opresión, la inmovilidad le tensa las cuerdas vocales y molesta. lo nota porque le cuesta tragar saliva, y entonces duda sobre si destrozar a gritos esa quietud estéril o ir penetrándola despacito, con susurros que apenas se oyen entre el rumor de unas pestañas que chasquean al abrir y cerrarse, como un abanico pesado con formas arabescas que se bambolea de lado a lado.

un viento suave que se desliza por los ojos más húmedos aún y, de nuevo, la garganta que se retuerce y se asfixia, el aire que se escabulle por las comisuras de los labios y no llega a ser siquiera un hilito fino y frágil de voz, sino sólo una exhalación débil y entrecortada, insonora, que apenas si alcanza a hacer vibrar un poco a los pelitos del brazo sobre el cual reposa casi sin darse cuenta el mentón redondeado que se respinga en el centro, logrando una graciosa coordinación con la nariz -en punta, también- que escupe otro poco de aire que enseguida se confunde con el humo gris del cigarrillo y se enrienda con él, se hacen uno y ascienden hasta la altura de las cejas, donde comienza a perderse entre la mata de cabello -suelto, corto, que se asienta en los hombros y detrás de la oreja- se pierde luego más arriba, donde los ojos irritados, húmedos, fríos, como de vidrio, no alcanzan a ver.